viernes, 6 de noviembre de 2020

LA GRAN BODA DE MI TIA
CUANDO MI TIA ACEPTÓ CASARSE
Esteban, el reciente novio de mi tía Marta, me sedujo para que lo penetrara en su despacho de la piscina del centro de alto rendimiento, donde él entrenaba a los nadadores aspirantes a olimpicos. Yo pasé las dos semanas siguientes evitando a mi tía y, desde luego, a su novio. Mi desconcierto se había ido convirtiendo en desasosiego, que hasta me quitaba el sueño, pues el insólito caso me había pillado a los diecinueve años siendo un adolescente algo serio, nada revoltoso, poco atrevido en el sexo y entregado a mis estudios. Evitaba también comer con la familia, porque en la mesa no se paraba de hablar elogiosamente de ese individuo, lo que me perturbaba, porque mi razón quería calificarlo de degenerado aunque mis impulsos derivasen en otro sentido. No podía enfrentarme a mi tía y contarle las impropias costumbres propias de su novio, y mucho menos a mis padres, que quién sabe de qué me habrían acusado por inventarme esa “calumnia”. Hasta que se produjera su invitación a acompañarle dos viernes antes a la piscina, todos se habían dado cuenta de lo mal que me caía. Extrañamente, no podía contenerme e iba a mirar furtivamente por los visillos de mi cuarto todas las tardes, cuando lo oía aparcar su Clío, siempre cubierto de polvo. El exhibicionismo y la superdotación de Esteban me repugnaban, pero no conseguía resistirme al inexplicable impulso de espiarlo, con algo parecido al vértigo en el ánimo, por las contradicciones entre mis nociones de moral y mis deseos intolerables. Así fueron las cosas, hasta que un día me contó mi madre que mi tía se iba a casar. -¿Con Esteban? -¿Con quién si no? Me ruboricé y tuve que tragarme los comentarios que me apetecían. Mis padres habían temido que mi tía se quedara solterona, por lo que recibieron al novio y después prometido con verdadero entusiasmo, sin dar importancia a la ropa apretada del tipo, el abultamiento imposible de su pantalón ni su aire chulesco. Pero mi verdadero problema surgió una noche cuando, después de despedir a su novio, mi tía llamó a mi puerta. -Pablo. Tengo que pedirte un favor muy grande. Necesito que organices la despedida de soltero de Esteban. -¿Yo? Ni soy amigo suyo ni con mis diecinueve años tengo edad para deducir qué le pueda gustar. -No tendrás problema. Esteban te va a presentar a su hermano, que tiene menos de treinta años, y el te ayudará. No podía negarme, pero la idea de relacionarme con Estaban y, para colmo, con su familia, me descomponía. -Te invita a la piscina otra vez este viernes. Allí conocerás a su hermano. Eso era dos días más tarde. No disponía de pretexto alguno que me permitiera rechazar la invitación. Todos en mi casa conocían de sobra mis horarios, y lo cierto es que no tenía una vida social esplendorosa. Debía apechugar. El viernes, me senté en el escritorio del ordenador, intentando ordenar mis ideas, una hora y media antes de que llegase Esteban desprendiendo oleadas de feromonas. Necesitaba maquinar algo que me permitiera enfadarlo de modo que me rechazara como organizador de esa fiesta tan particular, pero no se me ocurría más que ponerme el bañador sicalíptico y revelador, lo que en vez de disuadirlo le provocaría. Carecía de armas, apenas el lenguaje. Decidí ponerme a insultarlo en cuanto entrara en su coche. Lo oí detener el motor del coche y, en seguida, llegaron a mi habitación mi madre y mi tía. -Venga, Pablo. No lo hagas esperar, que va a su trabajo. Igual que la primera vez, Esteban no se bajó del coche para saludar a mi familia. Yo imaginaba el porqué: su exhibicionismo indecente. Me acomodé en el asiento del copiloto sin mirarlo siquiera ni saludarlo. -Me alegra muchísimo verte, por fin –dijo Esteban. -Vaya, cabrón maricón. Guárdate tu alegría, porque no tienes nada que hacer conmigo. Hazme el favor de parar cuando lleguemos donde no puedan verme desde mi casa, porque me bajaré para dar una vuelta por el centro. Ni modificó su expresión. -Tienes que venir a la piscina. Mi hermano nos está esperando. -Pues hay una solución. Dime a dónde vais a ir después de que termines tu trabajo y a qué hora, y yo iré a conocer a tu hermano, porque se lo he prometido a mi tía. -Es una tontería, Pablo. Si cuentas en tu casa que no has venido, se enfadarán, y si les dices una mentira, te pillarán en el embuste, con lo candoroso que eres. Te pido por favor que vengas, que no va a pasar nada. Volví la cabeza para mirarlo, y entonces me di cuenta. No vestía el pantaloncito vaquero deshilachado, indecente y cortísimo, sino que iba en slip o algo semejante. No, no era un slip, sino uno de esos tangas norteamericanos que dejan el culo al aire. No lo podía creer. Se alzaba del asiento un poco, con frecuencia, de mi lado, como si pretendiera atraerme mostrando un poco los espléndidos glúteos que ya conocía. El bulto resultaba todavía más impresionante y descarado que la primera vez, y no paraba de palpárselo como si quisiera empalmarse. ¿Había algo que a ese individuo le causara pudor? Se me olvidó el comentario sarcástico que iba a hacer acerca de su promesa de que no pasaría nada. -Mi hermano te va a gustar. Es más joven que yo y estudia… la verdad es que no me acuerdo de qué estudia. Hasta podríais llegar a ser amigos. Callé. Esa posibilidad escapaba por completo a mis propósitos. Noté que Esteban conducía muy rápido, como si quisiera llegar a la piscina lo bastante pronto para que yo olvidara la idea de no acompañarlo. Antes de bajarse, alargó la mano hacia atrás y cogió una toalla del asiento trasero, para taparse. Sentí ganas de echar a correr, pero me desanimó la posibilidad de hacer el ridículo. Fui tras él por el conocido pasillo, viéndolo mover como una prostituta las nalgas exageradas por la esponjosa toalla. Entré tras él en el pequeño local que llamaba “despacho”, y manteniéndome lo más distante de él que me permitía el espacio, me quité el calzón y la camiseta, y salí presuroso al pasillo, a esperarlo. -Ya te he dicho que no tienes nada que temer, no debes portarte como si, a estas alturas, te fuera a violar. Vamos, que llego cinco minutos tarde. Al entrar en la nave de la piscina, Esteban me señaló un individuo de la grada. -Aquel es mi hermano. Espera un rato hablando con él, hasta que llegue el momento en que puedas entrar a nadar. Él abordó al entrenador principal y los nadadores, mientras yo me dirigía a la grada. No habría sido necesario que me lo señalara. Su hermano era como una gota de agua. Asombrado, pregunté: -¿Tú y Esteban sois gemelos? -¿Pablo? Asentí y él me extendió la mano. -Me llamo Ramón. Pareces mucho mayor de lo que me ha dicho mi hermano. No somos gemelos, tengo cuatro años menos que él. Pues no podían ser más semejantes. La cara era una copia, lo mismo que su figura. Sin poder evitarlo, examiné su entrepierna. No mostraba las exageraciones de Esteban. -No –dijo Ramón con una sonrisa muy irónica-. Mi polla es corrientita. Me ruboricé por haber sido sorprendido. En ese instante, me asaltó la inquietud de que Esteban pudiera haber contado a su hermano lo que ocurrió entre nosotros. Ramón no paró de hacerme preguntas, intentando entablar conversación, pero me resistí mucho rato fingiendo distraerme con el entrenamiento de los nadadores. -Oye –dijo Ramón casi en mi oído-.Una despedida de soltero tendría que mantenerse en secreto hasta dar una sorpresa al que se casa. Esto es muy raro. Que mi hermano nos haya presentado con ese objeto, se sale demasiado de la costumbre. Tenemos que pensar algo… -¿Cómo qué? -Vamos a ver… dejaremos que se acerque la hora de despedirnos tú y yo. Cuando veamos que llega ese momento, fingiremos una discusión y no separaremos dando la impresión de que nos caemos demasiado mal como para juntarnos para algo. ¿Te parece? Asentí, llena mi mente de ensayos referidos al fingimiento de enemistad. -Entonces, dime tu número particular, para llamarte dentro de dos o tres días. Lo primero que tenemos que decidir es a quiénes invitar. A pesar de su trabajo, no creas que mi hermano tenga demasiados amigos… al menos, amigos presentables y accesibles. Los nadadores, ni hablar. Cuando se van haciendo mayores, algunos se hacen amigos suyos, pero a él no le gusta intimar fuera de aquí con los que están en activo. -¡Qué raro! Yo había imaginado otra cosa. -Sí –dijo Ramón, sonriendo-. A mi hermano no se le comprende bien. Aparenta un desparpajo que no dice casi nada de él. Yo… Verás, cuando nací, él tenía cuatro años. Según cuenta mi madre, me acogió desde el primer momento como si yo fuera un juguete maravilloso. Me acunaba, me besaba a todas horas, me hablaba, me traqueteaba, me mecía. Los dos o tres primeros años de mi vida fueron así. Mecido y abrazado por Esteban a todas horas. Cuando empezó a ir al colegio, fue un drama. Yo lo extrañaba tanto, que me pasaba el día entre pucheros y llantos. Cuando llegaba por la tarde, ya no se separaba un momento de mí y mis padres descansaban de mis llanteras. Cuando fuimos creciendo, me protegía en los juegos de la calle, me ayudaba en los estudios, me llevaba por todas partes, se gastaba su poco dinero en helados para mí o en chucherías… Llegada mi adolescencia, él ya era un joven bastante apetecible y muy apetecido en el barrio, y ya entonces recuerdo que se comentaba lo especial que era su pene, con palabras como “fenómeno y monstruo”. Comenzó a dárselas de experto y por consiguiente, me explicó todo al detalle a diario. Su primer beso, sus primeros revolcones y pajas, su primer polvo, las primeras huidas de tías a las que el tamaño de su polla aterrorizaba y los cuidados que había que tener si uno estaba superdotado… Decía que era mejor que yo lo supiera todo de antemano y no tuviera que descubrir nada con esfuerzo ni dándome hostias, porque era tremendo que le dejaran a uno con la polla a punto y en ayunas. También me contó un poco más adelante la primera vez que lo penetraron y me describió minuciosamente lo que había experimentado. En el primer momento se me paró el corazón, pero en seguida me dio alegría el placer que me describía y lo abracé. Nada de lo que él me dijera me podía perturbar. El me quiere mucho, pero yo lo quiero a morir, aunque te parezca raro. Yo soy un heterosexual algo obsesivo, pero con mi hermano haría todo lo que él quisiera. Hasta el punto de que un día que lo vi masturbarse en la cama de al lado, le pregunté si quería follarme, aunque no creo que lo hubiera ni sugerido de haberme fijado bien en aquel momento en el grosor increíble del pene en la base. Detuvo la paja y se sentó en el borde de su cama, y entonces, me fijé bien en cómo es su polla en erección, las dimensiones y la forma tan insólita. Me dio un terror de los mil diablos, pero me dijo que no deseaba follarme, que de los hombres sólo le gustaba que lo follaran. Así entramos en una dinámica algo distinta del pasado. Esto ocurrió hará unos diez años, y desde entonces me muero de pena cada vez que pienso que pronto llegará la hora en que se aparte de mí. Y ahora, ya .lo ves, tengo que participar en la organización de su despedida de soltero. Miré a Ramón con una sensación extraña. Me conmovía un amor de hermanos tan enorme, aunque no dejaba de entrever puntos oscuros y, tal vez, sórdidos. Pero Ramón había logrado en pocos minutos lo que su hermano no había conseguido todavía: que yo quisiera ser amigo suyo. -¿Cómo vamos a organizar ese lío, sin que Esteban se dé cuenta? -Tendrás que ser tú el que se muestre inflexible y despectivo, porque él sabe de sobra que a mí me derrite con un abrazo y un beso. -Toma, mete mi número en el archivo del tuyo. -Voy a identificarte como ¨”cuñado´”, porque tenemos otro amigo Pablo. Ramón hablaba de ellos, con frecuencia, en plural. Supuse que iba a ser complicado mantener las cosas en secreto, sobre todo porque Esteban le contaría a Marta y a m madre que yo me había enemistado con su hermano, y ellas vendrían a reprochármelo. Se armaría un gran follón Iba a tener que maquinar mucho hasta que llegara el día de la boda. Seguimos hablando con bastante cordialidad hasta que llegó la hora de saltar a la piscina. A partir de entonces, todo transcurrió igual que la primera vez que acompañé a Esteban, incluyendo la invitación a la ducha privada de su despacho. -Puedo ducharme en las colectivas -aduje. -¡Que te crees tú eso! –exclamó Esteban, añadiendo a continuación: -La ducha de los nadadores es un disloque. Ahora se pondrán a molestarse los unos a los otros, combatir con toallas mojadas y otras muchas cosas. Preferirás venir con nosotros. En realidad me había preguntado en varios momentos si la polla de Ramón se parecería a la de su hermano, tan extraña además de descomunal, aunque él hubiera afirmado que era “corrientita”. Así que fui tras ello como un autómata. Todo volvió a ocurrir como la primera vez. Esteban nos hizo entrar a los dos en la ducha y fuimos enjabonándonos por turno. El pene de Ramón no tenía la forma de lanza del de su hermano, pero su tamaño no era despreciable. Aunque no tanto como Esteban, me ganaba también un poco, por lo que permanecí de espaldas a Ramón todo lo que pude, porque me sonrojaba su mirada que me hacía recordar mi desventaja, sonrojo que aumentaba si observaba de reojo la entrepierna de Esteban, a quien parecía bastar un par de toques para que el pene se elevase como una lanza antigua más arriba del ombligo y casi pegado a su cuerpo de tan rígido, a pesar de que ya no era un adolescente y a despecho del peso que debería tender a mantenerlo colgando. Pero no, y resultaba obvio que él adelantaba las caderas para resultar más ostensible. Vi con desconcierto cómo Ramón le enjabonaba repetidamente ese dragón de Comodo, pero lo hacía con la mayor naturalidad y sin preocuparse de mi proximidad. . De nuevo, Esteban afirmó que teníamos que untarnos crema hidratante, para combatir la sequedad que el cloro nos produciría. Vi con fascinación que Ramón, de inmediato, se acomodó boca arriba en la mesilla como si hubiera recibido una orden, y Esteban se puso a untarle y masajearlo en seguida. Comprobé que no existía el menor tabú entre ellos. Las manos de Esteban recorrían el cuerpo de su hermano sin dejar de lado ningún relieve ni recoveco. Me senté en la silla de despacho, pues no había otra. Mi visión de Ramón era de perfil, porque mi cabeza quedaba casi al mismo nivel que la mesilla donde estaba tumbado. Noté algo de lo que no me había percatado la primera vez que estuve en ese lugar: Esteban tenía que haber recibido enseñanza de masaje, porque lo hacía de modo concienzudo y experto. Echaba la crema sobre Ramón a chorros con el propio envase, lo soltaba y se frotaba las manos para abordar cada zona del cuerpo con concentración de cirujano. Dos semanas antes, cuando me masajeó, recorrió mis piernas con prisas, porque quería lo que quería, pero ahora dedicaba mucho rato a cada tendón y músculo de las piernas de su hermano, el perineo, que recorrió varias veces con los dos puños alternativamente, los glúteos, los pectorales con los pezones endurecidos, las axilas, el cuello y las orejas. No era posible determinar quién de los dos estaba disfrutando más. Los pies no sólo los masajeó meticulosamente, sino que chupó algún dedo en ocasiones y los besó también varias veces, besos que también había dado en el vientre, los pectorales y los ojos. Vista de perfil, la expresión de Ramón era de felicidad. Cuando, lo menos media hora más tarde, el masaje alcanzó sus muslos, al tiempo que recorría con detenimiento cada abductor, supinador o cuádriceps, descubrí que el pene de Ramón estaba erecto y pulsante. Esto me perturbó. Estaba empezando a convencerme de que debía creer mucho más a mis ojos que a mis oídos. Apreté los párpados, pues necesitaba digerir que no sólo eran dos hombres, sino dos hermanos. Pero ellos estaban a lo suyo y nada parecía importarles, ni mi cercanía. No me miraban, por lo que llegué a sospechar que me estaban ofreciendo un espectáculo, ignoraba con qué propósito. Decidí que debía apartarme de ellos en lo sucesivo; me pregunté qué opinaría la gente convencional, como mi padre, si viera lo que hacían esos dos hermanos. Cuando me llevaran a mi casa, tenía que maquinar cómo rechazarlos a los dos. Cuando ya parecía haber casi terminado el masaje, me di cuenta de que Esteban echaba crema muy abundante sobre el pene de Ramón, como si pretendiera que se aflojara al contacto de la fría humedad, y a continuación saltó hacia sus hombros y su cuello. En esos puntos semejó durante unos minutos un simple masajista muy profesional, pero algo después se puso a acariciar con mimo el rostro de su hermano, la nariz, los labios, la barbilla y en una ocasión que Ramón frunció la boca como un solicitante, Esteban se agachó y le dio un beso que cualquiera habría calificado de “tornillo”. Me propuse no volver asombrarme de nada. Si creían que era un pipiolo y trataban de escandalizarme, se equivocaban. Ya hacía rato que había comprendido que tenían que haber hablado sobre mí y que Ramón estaría al corriente sobre lo sucedido dos semanas atrás. Esta convicción no me produjo enojo, porque no debía esperarse otra cosa de dos hermanos tan… especiales. Pero tomé la decisión de convencer a Ramón de que yo soy lo que soy y nada ni nadie me haría cambiar, porque la realidad era que me caía muy bien a pesar de su veneración por Esteban y mi determinación de no intimar con él.. Tras el beso, Esteban miró la entrepierna de su hermano; la erección había aflojado, que supongo que era lo que quería comprobar. Entonces, inició el despacioso recorrido por los brazos. Era fascinante ver la naturalidad con que Esteban tomaba el brazo y colocaba la mano de Ramón sobre sus genitales, mientras lo sostenía con la izquierda y masajeaba con la derecha. Esteban ya se había reclinado para besar a Ramón unas diez veces. Si no resultara escabrosa, la escena entre los dos era conmovedora, porque parecía obvio que Ramón hacía todo cuanto pudiera complacer a su hermano, sin mostrar demasiado apasionamiento, sólo un inmenso cariño. Inopinadamente, me encontré recriminándome no haber tratado de ese modo a mi hermano Fernando, que tiene nueve años menos que yo. No exactamente pensaba en los apretujones, caricias y besos, sino en un trato más protector de hermano mayor, cosa que yo no había hecho con Fernando ni con Paula, que ya entra en la adolescencia y es probable que desee que la aconseje, la proteja y le sirva de colchón con mis padres. Ciertamente, no soy un hermano atento ni ejemplar. De no haber conocido nunca a Estaban y Ramón, .jamás se me habría ocurrido sospechar que puedo ser algo egoísta y distante con mi familia. Mas la verdad es que yo no he recibido nunca más que consideraciones de mis padres, por lo que no podría habérseme ocurrido que mis hermanos pequeños puedan necesitar protección. Ni siquiera he oído nunca reproches de mi madre por llegar algo tarde ni pretenciosas y posadas lecciones de mi padre. Sólo cariño sin que nunca me hayan negado nada, aunque cierto es que yo no les he pedido jamás algo que no puedan darme. Puede ser que en esto radique mi particularidad, que soy más responsable de lo corriente. Y no me cabe ninguna duda de que Esteban trata de convertirme en irresponsable. Pero no va a lograrlo ni cuando llegue a tener derecho a que lo llame “tío”, cosa que no haré. . Mientras Esteban masajeaba el brazo izquierdo de Ramón, este giró la cabeza hacia mí y me sonrió. Me dio la impresión de que trataba de transmitirme un mensaje: “Míranos, nos amamos, nos adoramos, haríamos cada uno lo que fuera por el otro, y no se nos cae el firmamento encima, no se hunde el mundo ni nos alcanza el fuego del infierno. A ninguno de los dos nos han salido cuernos ni rabo. Hay un universo que te convendría descubrir y que nosotros descubrimos hace muchos años”. Pero su pene, de nuevo erecto, y la grosera polla de Esteban, empinada como un desmesurado misil, le quitaba ternura a la escena. Cerré los ojos de nuevo, porque otra vez el rubor se me derramaba por el cuello, los hombros y la espalda, sintiendo que también podía llegar a tener erección, lo que empezaba a suceder y de ningún modo quería que ellos lo descubrieran. Pero aunque Esteban no pudiera verme, tapado por la mesa, Ramón sí, puesto que su punto de observación era mucho más bajo. - Ven aquí –me pidió Ramón con tono ronco. Esteban ni siquiera me miraba. Negué con la cabeza volviendo a cerrar los ojos, pero Ramón insistió. -Pablo, acércate. Me gustaría hablar contigo sin tener que forzar el cuello de este modo, que va a darme tortícolis. -Oye, sobrino –dijo Esteban, y estuve a punto de protestar-. Recuerda que a mí sólo me gusta que me penetren, y a Ramón le van otras cosas. Las repetidas menciones de Esteban de lo mucho que gozaba que lo penetraran, empezaba a originarme pensamientos desconcertantes. Como si mi futuro tío quisiera ilustrarme sobre lo que acababa de decir, se subió a la camilla en dirección contraria a Ramón. De inmediato, este alzó un poco la cabeza y enfiló la lengua hacia el ano de su hermano. -Vamos, Pablo, acércate –dijo Ramón balbuciendo entre lamida y lamida. Me aproximé lleno de prevención. Consideraba que era lo más asqueroso que había imaginado nunca, hasta apreciar de cerca la expresión de Esteban. Nada podía parecerse más al delirio. La confianza y desinhibiciones entre esos dos hermanos era lo más morboso y malsano que podía imaginar. Pero curiosamente, habían dejado de repugnarme. Me conmovían mucho más. Pensé de nuevo en mi hermano Fernando, no porque algo así pudiera jamás suceder entre nosotros, sino porque deseé que nos quisiéramos igual de intensamente. Ramón me tendió la mano derecha, mientras su hermano, habiendo bajado de nuevo al suelo, le masajeaba el brazo izquierdo. -Dame la mano, Pablo. Necesitamos que sepas que te queremos y no te marginamos. Tuve la tentación de decir que nada de eso me importaba, pero sí que me importaba. Los recuerdos de mis hermanos eran una forma de sentir la marginación, sublimándola con el deseo de no marginar a mis hermanos, sobre todo a Fernando. Como si mi cuerpo y mi mente recorrieran senderos diferentes, en cuanto ofrecí mi mano y Ramón me la apretó, experimenté una erección disolvente y perturbadora. Sentí extraños escalofríos por las caderas y los muslos, hasta en las pantorrillas. -Mira, Ramón –dijo Esteban-. Fíjate en que Pablo no es un niño. ¿No te parece que su polla va a ser muy deseada? Además, observa lo bien hecho que está, que sin hacer deportes duros, tiene un desarrollo excelente, a falta de muy pocos retoques. Yo querría ayudarlo, pero él me trata como una puñetera mierda. -No, como una mierda, no… -protesté sin demasiado convicción. -Ah, ¿no? –casi gritó Esteban-. Desde el día que os conocí a tu tía y a ti, he querido ser tu amigo, pero me rehúyes como si tuviera lepra. Por si no lo sabes, te amo lo mismo que a Marta. Para mí, sois inseparables en mi corazón. -¿Me quieres lo mismo que a Ramón? –pregunté con algo de mala uva. Esteban frunció los labios. -Bueno, Pablo. Ramón es parte de mí. No es un amor como el que tengo por ti, que lo siento en el corazón. Ramón es mi corazón, ¿comprendes? Sin él, moriría. Callé. No era rebatible después de ver lo que estaba viendo. Noté que Ramón, que no había soltado mi mano, haló de ella y me empujó suavemente para situarme junto a Esteban. No preví lo que iba a pasar. Esteban agarró mi pene ya muy duro y fue tirando hasta colocarlo a la par con el de Ramón, a quien estaba obligando al mismo tiempo a deslizarse hacia el borde inferior de la mesilla. Sin dejar de masajear el vientre de su hermano, Esteban abrazó fuertemente, juntos, el pene de Ramón y el mío. Creí que iba a pajearnos en simultáneo, porque con los dos penes en estrecho contacto, sentía un placentero y estimulante calor. Era un roce suave, aunque se tratase de un órgano tan endurecido. -Los jóvenes casi adolescentes tenéis una facultad que pasa pronto –dijo Ramón-. Date cuenta de la dureza casi metálica de tu polla en estos momentos. Dejará de ponerse tan dura dentro de cinco o seis años, así que aprovecha. Me dio por imaginar a los dos hermanos compartiendo una cátedra de enseñanza sexual o de pornografía. Tenía medianamente claro que Ramón sentía preferencias claramente heterosexuales, pero quería a su hermano sin ninguna cortapisa. A pesar de todas las afirmaciones, contemplando casi de perfil la polla pompeyana de Esteban, temí que quisiera empotrarme, pero sin parar la suave frotación de los dos penes, y con una agilidad de contorsionista, él se fue encaramando sobre la mesilla, en cuclillas sobre vientre de Ramón, sin soltar mi polla. Colmó mi asombro cuando, apenas con algo de esfuerzo, se introdujo los dos penes al unísono. Nunca me había pasado por la mente que algo así fuera posible. Esteban tendría que quejarse por el dolor que debía producirle la doble intrusión, pero no lo hizo, sino que comenzó a exclamar expresiones muy guarras, que repetía Ramón como si fuera su eco, ambos entre lo más parecido a estertores. Muy pronto, abandoné las especulaciones, las comidas de cabeza, los recuerdos y los reproches. Lo que sentía no podía ser. La estrechez inverosímil en que se encontraba mi polla debería producir desgarros y dolor, pero comencé a sentir que podría comprimirse todo mi cuerpo dentro de ese órgano y lanzarme a volar por el Universo entre luces de colores. Tardé varios minutos en darme cuenta de que la doble penetración duraba mucho más de lo lógico. Carecía de experiencia como para encontrar respuestas a nada en ese campo, pero esto sí que no iba a olvidarlo nunca. Debieron de transcurrir unos dieciocho o veinte minutos de penetración, cuando Esteban comenzó a gritar de modo contenido, porque seguramente temía ser oído desde las duchas colectivas, situadas en el otro extremo del pasillo. Los gritos, los quejidos, los estertores y los ayes se acompasaron, formando un impaciente dúo los dos hermanos. Sin haberlo visto llegar, sucedió el orgasmo más explosivo de toda mi vida. Como fuegos artificiales. Como lluvia de estrellas sonorizada con la novena sinfonía. Cuando pude abrir los ojos, vi por encima del hombro de Esteban que su explosión blanca alcanzaba la cara de Ramón, quien no se apartó ni mostró expresión de desagrado. En vez de ello, se relamió con lo que le había caído cerca o sobre la boca. Me salí sintiendo de nuevo desconcierto. Noté que Ramón permanecía dentro, seguramente esperando que terminasen las contracciones de Esteban. Me dirigí a la ducha con cierta brusquedad. Las dos veces que había consentido acercarme a Esteban, habían sido como si me cayera la Luna encima. Esta idea me vi obligado a desecharla, porque la tibia ducha arrastró hacia el suelo el resto de mis prejuicios y al enjabonarme el pene, noté que debía parar porque iba a tener una nueva erección. Mi pensamiento era un resumen de todas las contradicciones de la adolescencia y la juventud Una vez que nos vestimos, salimos hacia el coche, donde le dije a Ramón que ya no iba a volver a verme nunca más. -¿Por qué? –preguntó Esteban con expresión seria y muy preocupada. -¿No te das cuenta de que no tengo nada que ver con tu hermano? -Me parecía que sí. Él tiene siempre buenas notas y está terminando… -Derecho –intervino Ramón-. En realidad, este año escribo la tesis doctoral. -Pues eso –dije yo aparentando enojo- Ramón y yo no tenemos nada que ver. ¿De qué iban a hablar un abogado y un informático? Además, aunque él sea más joven que tú, también es muy viejo para ser mi amigo. De reojo, sorprendí una leve sonrisa de Ramón. Nuestro acuerdo estaba llevándose a cabo. -Pues para serte sincero, tampoco tú eres lo que se dice un prodigio –dijo Ramón- Se ve que eres caprichoso, frívolo, broncoso y despatarrado. Así, que mejor buscas en otro sitio. -Yo no tengo nada que buscar. Y menos, de la parte de tu hermano. Así que muy bien. No nos podemos ver, y no hay nada que hacer. -Vaya palo –dijo Esteban-. He querido que me penetraseis juntos, para que hubiera mayor intimidad entre vosotros, creyendo que ya erais amigos, y me salís con esto. Pablo, eres un caso serio. Ramón se echó un poco a un lado, para no ser visto por el espejo retrovisor, y me guiñó el ojo, sonriente. Llegábamos a mi casa. Me dispuse a aflojar el cinturón de seguridad. En cuanto paró el coche Esteban, bajé precipitadamente sin despedirme, y entré en mi casa entre carcajadas. Estaba medio empalmado e iba a tener que abreviar los saludos con mi familia, porque tenía que encerrarme a hacerme una paja. Mientras lo hacía, me pregunté cómo iban a ser mis encuentros furtivos con Ramón a espaldas de su hermano, y si conseguiríamos organizar la despedida de soltero en secreto, para dar la sorpresa. Temí que pudiera armarse una discusión familiar cuando Esteban le viniera a mi tía con la información de que yo me había enemistado con su hermano. Habiendo visto lo que había visto, me pregunté si Ramón sería capaz de mantenerse en silencio ante su idolatrado hermano.

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