viernes, 6 de noviembre de 2020

LA GRAN BODA DE MI TIA
CUANDO MI TIA ACEPTÓ CASARSE
Esteban, el reciente novio de mi tía Marta, me sedujo para que lo penetrara en su despacho de la piscina del centro de alto rendimiento, donde él entrenaba a los nadadores aspirantes a olimpicos. Yo pasé las dos semanas siguientes evitando a mi tía y, desde luego, a su novio. Mi desconcierto se había ido convirtiendo en desasosiego, que hasta me quitaba el sueño, pues el insólito caso me había pillado a los diecinueve años siendo un adolescente algo serio, nada revoltoso, poco atrevido en el sexo y entregado a mis estudios. Evitaba también comer con la familia, porque en la mesa no se paraba de hablar elogiosamente de ese individuo, lo que me perturbaba, porque mi razón quería calificarlo de degenerado aunque mis impulsos derivasen en otro sentido. No podía enfrentarme a mi tía y contarle las impropias costumbres propias de su novio, y mucho menos a mis padres, que quién sabe de qué me habrían acusado por inventarme esa “calumnia”. Hasta que se produjera su invitación a acompañarle dos viernes antes a la piscina, todos se habían dado cuenta de lo mal que me caía. Extrañamente, no podía contenerme e iba a mirar furtivamente por los visillos de mi cuarto todas las tardes, cuando lo oía aparcar su Clío, siempre cubierto de polvo. El exhibicionismo y la superdotación de Esteban me repugnaban, pero no conseguía resistirme al inexplicable impulso de espiarlo, con algo parecido al vértigo en el ánimo, por las contradicciones entre mis nociones de moral y mis deseos intolerables. Así fueron las cosas, hasta que un día me contó mi madre que mi tía se iba a casar. -¿Con Esteban? -¿Con quién si no? Me ruboricé y tuve que tragarme los comentarios que me apetecían. Mis padres habían temido que mi tía se quedara solterona, por lo que recibieron al novio y después prometido con verdadero entusiasmo, sin dar importancia a la ropa apretada del tipo, el abultamiento imposible de su pantalón ni su aire chulesco. Pero mi verdadero problema surgió una noche cuando, después de despedir a su novio, mi tía llamó a mi puerta. -Pablo. Tengo que pedirte un favor muy grande. Necesito que organices la despedida de soltero de Esteban. -¿Yo? Ni soy amigo suyo ni con mis diecinueve años tengo edad para deducir qué le pueda gustar. -No tendrás problema. Esteban te va a presentar a su hermano, que tiene menos de treinta años, y el te ayudará. No podía negarme, pero la idea de relacionarme con Estaban y, para colmo, con su familia, me descomponía. -Te invita a la piscina otra vez este viernes. Allí conocerás a su hermano. Eso era dos días más tarde. No disponía de pretexto alguno que me permitiera rechazar la invitación. Todos en mi casa conocían de sobra mis horarios, y lo cierto es que no tenía una vida social esplendorosa. Debía apechugar. El viernes, me senté en el escritorio del ordenador, intentando ordenar mis ideas, una hora y media antes de que llegase Esteban desprendiendo oleadas de feromonas. Necesitaba maquinar algo que me permitiera enfadarlo de modo que me rechazara como organizador de esa fiesta tan particular, pero no se me ocurría más que ponerme el bañador sicalíptico y revelador, lo que en vez de disuadirlo le provocaría. Carecía de armas, apenas el lenguaje. Decidí ponerme a insultarlo en cuanto entrara en su coche. Lo oí detener el motor del coche y, en seguida, llegaron a mi habitación mi madre y mi tía. -Venga, Pablo. No lo hagas esperar, que va a su trabajo. Igual que la primera vez, Esteban no se bajó del coche para saludar a mi familia. Yo imaginaba el porqué: su exhibicionismo indecente. Me acomodé en el asiento del copiloto sin mirarlo siquiera ni saludarlo. -Me alegra muchísimo verte, por fin –dijo Esteban. -Vaya, cabrón maricón. Guárdate tu alegría, porque no tienes nada que hacer conmigo. Hazme el favor de parar cuando lleguemos donde no puedan verme desde mi casa, porque me bajaré para dar una vuelta por el centro. Ni modificó su expresión. -Tienes que venir a la piscina. Mi hermano nos está esperando. -Pues hay una solución. Dime a dónde vais a ir después de que termines tu trabajo y a qué hora, y yo iré a conocer a tu hermano, porque se lo he prometido a mi tía. -Es una tontería, Pablo. Si cuentas en tu casa que no has venido, se enfadarán, y si les dices una mentira, te pillarán en el embuste, con lo candoroso que eres. Te pido por favor que vengas, que no va a pasar nada. Volví la cabeza para mirarlo, y entonces me di cuenta. No vestía el pantaloncito vaquero deshilachado, indecente y cortísimo, sino que iba en slip o algo semejante. No, no era un slip, sino uno de esos tangas norteamericanos que dejan el culo al aire. No lo podía creer. Se alzaba del asiento un poco, con frecuencia, de mi lado, como si pretendiera atraerme mostrando un poco los espléndidos glúteos que ya conocía. El bulto resultaba todavía más impresionante y descarado que la primera vez, y no paraba de palpárselo como si quisiera empalmarse. ¿Había algo que a ese individuo le causara pudor? Se me olvidó el comentario sarcástico que iba a hacer acerca de su promesa de que no pasaría nada. -Mi hermano te va a gustar. Es más joven que yo y estudia… la verdad es que no me acuerdo de qué estudia. Hasta podríais llegar a ser amigos. Callé. Esa posibilidad escapaba por completo a mis propósitos. Noté que Esteban conducía muy rápido, como si quisiera llegar a la piscina lo bastante pronto para que yo olvidara la idea de no acompañarlo. Antes de bajarse, alargó la mano hacia atrás y cogió una toalla del asiento trasero, para taparse. Sentí ganas de echar a correr, pero me desanimó la posibilidad de hacer el ridículo. Fui tras él por el conocido pasillo, viéndolo mover como una prostituta las nalgas exageradas por la esponjosa toalla. Entré tras él en el pequeño local que llamaba “despacho”, y manteniéndome lo más distante de él que me permitía el espacio, me quité el calzón y la camiseta, y salí presuroso al pasillo, a esperarlo. -Ya te he dicho que no tienes nada que temer, no debes portarte como si, a estas alturas, te fuera a violar. Vamos, que llego cinco minutos tarde. Al entrar en la nave de la piscina, Esteban me señaló un individuo de la grada. -Aquel es mi hermano. Espera un rato hablando con él, hasta que llegue el momento en que puedas entrar a nadar. Él abordó al entrenador principal y los nadadores, mientras yo me dirigía a la grada. No habría sido necesario que me lo señalara. Su hermano era como una gota de agua. Asombrado, pregunté: -¿Tú y Esteban sois gemelos? -¿Pablo? Asentí y él me extendió la mano. -Me llamo Ramón. Pareces mucho mayor de lo que me ha dicho mi hermano. No somos gemelos, tengo cuatro años menos que él. Pues no podían ser más semejantes. La cara era una copia, lo mismo que su figura. Sin poder evitarlo, examiné su entrepierna. No mostraba las exageraciones de Esteban. -No –dijo Ramón con una sonrisa muy irónica-. Mi polla es corrientita. Me ruboricé por haber sido sorprendido. En ese instante, me asaltó la inquietud de que Esteban pudiera haber contado a su hermano lo que ocurrió entre nosotros. Ramón no paró de hacerme preguntas, intentando entablar conversación, pero me resistí mucho rato fingiendo distraerme con el entrenamiento de los nadadores. -Oye –dijo Ramón casi en mi oído-.Una despedida de soltero tendría que mantenerse en secreto hasta dar una sorpresa al que se casa. Esto es muy raro. Que mi hermano nos haya presentado con ese objeto, se sale demasiado de la costumbre. Tenemos que pensar algo… -¿Cómo qué? -Vamos a ver… dejaremos que se acerque la hora de despedirnos tú y yo. Cuando veamos que llega ese momento, fingiremos una discusión y no separaremos dando la impresión de que nos caemos demasiado mal como para juntarnos para algo. ¿Te parece? Asentí, llena mi mente de ensayos referidos al fingimiento de enemistad. -Entonces, dime tu número particular, para llamarte dentro de dos o tres días. Lo primero que tenemos que decidir es a quiénes invitar. A pesar de su trabajo, no creas que mi hermano tenga demasiados amigos… al menos, amigos presentables y accesibles. Los nadadores, ni hablar. Cuando se van haciendo mayores, algunos se hacen amigos suyos, pero a él no le gusta intimar fuera de aquí con los que están en activo. -¡Qué raro! Yo había imaginado otra cosa. -Sí –dijo Ramón, sonriendo-. A mi hermano no se le comprende bien. Aparenta un desparpajo que no dice casi nada de él. Yo… Verás, cuando nací, él tenía cuatro años. Según cuenta mi madre, me acogió desde el primer momento como si yo fuera un juguete maravilloso. Me acunaba, me besaba a todas horas, me hablaba, me traqueteaba, me mecía. Los dos o tres primeros años de mi vida fueron así. Mecido y abrazado por Esteban a todas horas. Cuando empezó a ir al colegio, fue un drama. Yo lo extrañaba tanto, que me pasaba el día entre pucheros y llantos. Cuando llegaba por la tarde, ya no se separaba un momento de mí y mis padres descansaban de mis llanteras. Cuando fuimos creciendo, me protegía en los juegos de la calle, me ayudaba en los estudios, me llevaba por todas partes, se gastaba su poco dinero en helados para mí o en chucherías… Llegada mi adolescencia, él ya era un joven bastante apetecible y muy apetecido en el barrio, y ya entonces recuerdo que se comentaba lo especial que era su pene, con palabras como “fenómeno y monstruo”. Comenzó a dárselas de experto y por consiguiente, me explicó todo al detalle a diario. Su primer beso, sus primeros revolcones y pajas, su primer polvo, las primeras huidas de tías a las que el tamaño de su polla aterrorizaba y los cuidados que había que tener si uno estaba superdotado… Decía que era mejor que yo lo supiera todo de antemano y no tuviera que descubrir nada con esfuerzo ni dándome hostias, porque era tremendo que le dejaran a uno con la polla a punto y en ayunas. También me contó un poco más adelante la primera vez que lo penetraron y me describió minuciosamente lo que había experimentado. En el primer momento se me paró el corazón, pero en seguida me dio alegría el placer que me describía y lo abracé. Nada de lo que él me dijera me podía perturbar. El me quiere mucho, pero yo lo quiero a morir, aunque te parezca raro. Yo soy un heterosexual algo obsesivo, pero con mi hermano haría todo lo que él quisiera. Hasta el punto de que un día que lo vi masturbarse en la cama de al lado, le pregunté si quería follarme, aunque no creo que lo hubiera ni sugerido de haberme fijado bien en aquel momento en el grosor increíble del pene en la base. Detuvo la paja y se sentó en el borde de su cama, y entonces, me fijé bien en cómo es su polla en erección, las dimensiones y la forma tan insólita. Me dio un terror de los mil diablos, pero me dijo que no deseaba follarme, que de los hombres sólo le gustaba que lo follaran. Así entramos en una dinámica algo distinta del pasado. Esto ocurrió hará unos diez años, y desde entonces me muero de pena cada vez que pienso que pronto llegará la hora en que se aparte de mí. Y ahora, ya .lo ves, tengo que participar en la organización de su despedida de soltero. Miré a Ramón con una sensación extraña. Me conmovía un amor de hermanos tan enorme, aunque no dejaba de entrever puntos oscuros y, tal vez, sórdidos. Pero Ramón había logrado en pocos minutos lo que su hermano no había conseguido todavía: que yo quisiera ser amigo suyo. -¿Cómo vamos a organizar ese lío, sin que Esteban se dé cuenta? -Tendrás que ser tú el que se muestre inflexible y despectivo, porque él sabe de sobra que a mí me derrite con un abrazo y un beso. -Toma, mete mi número en el archivo del tuyo. -Voy a identificarte como ¨”cuñado´”, porque tenemos otro amigo Pablo. Ramón hablaba de ellos, con frecuencia, en plural. Supuse que iba a ser complicado mantener las cosas en secreto, sobre todo porque Esteban le contaría a Marta y a m madre que yo me había enemistado con su hermano, y ellas vendrían a reprochármelo. Se armaría un gran follón Iba a tener que maquinar mucho hasta que llegara el día de la boda. Seguimos hablando con bastante cordialidad hasta que llegó la hora de saltar a la piscina. A partir de entonces, todo transcurrió igual que la primera vez que acompañé a Esteban, incluyendo la invitación a la ducha privada de su despacho. -Puedo ducharme en las colectivas -aduje. -¡Que te crees tú eso! –exclamó Esteban, añadiendo a continuación: -La ducha de los nadadores es un disloque. Ahora se pondrán a molestarse los unos a los otros, combatir con toallas mojadas y otras muchas cosas. Preferirás venir con nosotros. En realidad me había preguntado en varios momentos si la polla de Ramón se parecería a la de su hermano, tan extraña además de descomunal, aunque él hubiera afirmado que era “corrientita”. Así que fui tras ello como un autómata. Todo volvió a ocurrir como la primera vez. Esteban nos hizo entrar a los dos en la ducha y fuimos enjabonándonos por turno. El pene de Ramón no tenía la forma de lanza del de su hermano, pero su tamaño no era despreciable. Aunque no tanto como Esteban, me ganaba también un poco, por lo que permanecí de espaldas a Ramón todo lo que pude, porque me sonrojaba su mirada que me hacía recordar mi desventaja, sonrojo que aumentaba si observaba de reojo la entrepierna de Esteban, a quien parecía bastar un par de toques para que el pene se elevase como una lanza antigua más arriba del ombligo y casi pegado a su cuerpo de tan rígido, a pesar de que ya no era un adolescente y a despecho del peso que debería tender a mantenerlo colgando. Pero no, y resultaba obvio que él adelantaba las caderas para resultar más ostensible. Vi con desconcierto cómo Ramón le enjabonaba repetidamente ese dragón de Comodo, pero lo hacía con la mayor naturalidad y sin preocuparse de mi proximidad. . De nuevo, Esteban afirmó que teníamos que untarnos crema hidratante, para combatir la sequedad que el cloro nos produciría. Vi con fascinación que Ramón, de inmediato, se acomodó boca arriba en la mesilla como si hubiera recibido una orden, y Esteban se puso a untarle y masajearlo en seguida. Comprobé que no existía el menor tabú entre ellos. Las manos de Esteban recorrían el cuerpo de su hermano sin dejar de lado ningún relieve ni recoveco. Me senté en la silla de despacho, pues no había otra. Mi visión de Ramón era de perfil, porque mi cabeza quedaba casi al mismo nivel que la mesilla donde estaba tumbado. Noté algo de lo que no me había percatado la primera vez que estuve en ese lugar: Esteban tenía que haber recibido enseñanza de masaje, porque lo hacía de modo concienzudo y experto. Echaba la crema sobre Ramón a chorros con el propio envase, lo soltaba y se frotaba las manos para abordar cada zona del cuerpo con concentración de cirujano. Dos semanas antes, cuando me masajeó, recorrió mis piernas con prisas, porque quería lo que quería, pero ahora dedicaba mucho rato a cada tendón y músculo de las piernas de su hermano, el perineo, que recorrió varias veces con los dos puños alternativamente, los glúteos, los pectorales con los pezones endurecidos, las axilas, el cuello y las orejas. No era posible determinar quién de los dos estaba disfrutando más. Los pies no sólo los masajeó meticulosamente, sino que chupó algún dedo en ocasiones y los besó también varias veces, besos que también había dado en el vientre, los pectorales y los ojos. Vista de perfil, la expresión de Ramón era de felicidad. Cuando, lo menos media hora más tarde, el masaje alcanzó sus muslos, al tiempo que recorría con detenimiento cada abductor, supinador o cuádriceps, descubrí que el pene de Ramón estaba erecto y pulsante. Esto me perturbó. Estaba empezando a convencerme de que debía creer mucho más a mis ojos que a mis oídos. Apreté los párpados, pues necesitaba digerir que no sólo eran dos hombres, sino dos hermanos. Pero ellos estaban a lo suyo y nada parecía importarles, ni mi cercanía. No me miraban, por lo que llegué a sospechar que me estaban ofreciendo un espectáculo, ignoraba con qué propósito. Decidí que debía apartarme de ellos en lo sucesivo; me pregunté qué opinaría la gente convencional, como mi padre, si viera lo que hacían esos dos hermanos. Cuando me llevaran a mi casa, tenía que maquinar cómo rechazarlos a los dos. Cuando ya parecía haber casi terminado el masaje, me di cuenta de que Esteban echaba crema muy abundante sobre el pene de Ramón, como si pretendiera que se aflojara al contacto de la fría humedad, y a continuación saltó hacia sus hombros y su cuello. En esos puntos semejó durante unos minutos un simple masajista muy profesional, pero algo después se puso a acariciar con mimo el rostro de su hermano, la nariz, los labios, la barbilla y en una ocasión que Ramón frunció la boca como un solicitante, Esteban se agachó y le dio un beso que cualquiera habría calificado de “tornillo”. Me propuse no volver asombrarme de nada. Si creían que era un pipiolo y trataban de escandalizarme, se equivocaban. Ya hacía rato que había comprendido que tenían que haber hablado sobre mí y que Ramón estaría al corriente sobre lo sucedido dos semanas atrás. Esta convicción no me produjo enojo, porque no debía esperarse otra cosa de dos hermanos tan… especiales. Pero tomé la decisión de convencer a Ramón de que yo soy lo que soy y nada ni nadie me haría cambiar, porque la realidad era que me caía muy bien a pesar de su veneración por Esteban y mi determinación de no intimar con él.. Tras el beso, Esteban miró la entrepierna de su hermano; la erección había aflojado, que supongo que era lo que quería comprobar. Entonces, inició el despacioso recorrido por los brazos. Era fascinante ver la naturalidad con que Esteban tomaba el brazo y colocaba la mano de Ramón sobre sus genitales, mientras lo sostenía con la izquierda y masajeaba con la derecha. Esteban ya se había reclinado para besar a Ramón unas diez veces. Si no resultara escabrosa, la escena entre los dos era conmovedora, porque parecía obvio que Ramón hacía todo cuanto pudiera complacer a su hermano, sin mostrar demasiado apasionamiento, sólo un inmenso cariño. Inopinadamente, me encontré recriminándome no haber tratado de ese modo a mi hermano Fernando, que tiene nueve años menos que yo. No exactamente pensaba en los apretujones, caricias y besos, sino en un trato más protector de hermano mayor, cosa que yo no había hecho con Fernando ni con Paula, que ya entra en la adolescencia y es probable que desee que la aconseje, la proteja y le sirva de colchón con mis padres. Ciertamente, no soy un hermano atento ni ejemplar. De no haber conocido nunca a Estaban y Ramón, .jamás se me habría ocurrido sospechar que puedo ser algo egoísta y distante con mi familia. Mas la verdad es que yo no he recibido nunca más que consideraciones de mis padres, por lo que no podría habérseme ocurrido que mis hermanos pequeños puedan necesitar protección. Ni siquiera he oído nunca reproches de mi madre por llegar algo tarde ni pretenciosas y posadas lecciones de mi padre. Sólo cariño sin que nunca me hayan negado nada, aunque cierto es que yo no les he pedido jamás algo que no puedan darme. Puede ser que en esto radique mi particularidad, que soy más responsable de lo corriente. Y no me cabe ninguna duda de que Esteban trata de convertirme en irresponsable. Pero no va a lograrlo ni cuando llegue a tener derecho a que lo llame “tío”, cosa que no haré. . Mientras Esteban masajeaba el brazo izquierdo de Ramón, este giró la cabeza hacia mí y me sonrió. Me dio la impresión de que trataba de transmitirme un mensaje: “Míranos, nos amamos, nos adoramos, haríamos cada uno lo que fuera por el otro, y no se nos cae el firmamento encima, no se hunde el mundo ni nos alcanza el fuego del infierno. A ninguno de los dos nos han salido cuernos ni rabo. Hay un universo que te convendría descubrir y que nosotros descubrimos hace muchos años”. Pero su pene, de nuevo erecto, y la grosera polla de Esteban, empinada como un desmesurado misil, le quitaba ternura a la escena. Cerré los ojos de nuevo, porque otra vez el rubor se me derramaba por el cuello, los hombros y la espalda, sintiendo que también podía llegar a tener erección, lo que empezaba a suceder y de ningún modo quería que ellos lo descubrieran. Pero aunque Esteban no pudiera verme, tapado por la mesa, Ramón sí, puesto que su punto de observación era mucho más bajo. - Ven aquí –me pidió Ramón con tono ronco. Esteban ni siquiera me miraba. Negué con la cabeza volviendo a cerrar los ojos, pero Ramón insistió. -Pablo, acércate. Me gustaría hablar contigo sin tener que forzar el cuello de este modo, que va a darme tortícolis. -Oye, sobrino –dijo Esteban, y estuve a punto de protestar-. Recuerda que a mí sólo me gusta que me penetren, y a Ramón le van otras cosas. Las repetidas menciones de Esteban de lo mucho que gozaba que lo penetraran, empezaba a originarme pensamientos desconcertantes. Como si mi futuro tío quisiera ilustrarme sobre lo que acababa de decir, se subió a la camilla en dirección contraria a Ramón. De inmediato, este alzó un poco la cabeza y enfiló la lengua hacia el ano de su hermano. -Vamos, Pablo, acércate –dijo Ramón balbuciendo entre lamida y lamida. Me aproximé lleno de prevención. Consideraba que era lo más asqueroso que había imaginado nunca, hasta apreciar de cerca la expresión de Esteban. Nada podía parecerse más al delirio. La confianza y desinhibiciones entre esos dos hermanos era lo más morboso y malsano que podía imaginar. Pero curiosamente, habían dejado de repugnarme. Me conmovían mucho más. Pensé de nuevo en mi hermano Fernando, no porque algo así pudiera jamás suceder entre nosotros, sino porque deseé que nos quisiéramos igual de intensamente. Ramón me tendió la mano derecha, mientras su hermano, habiendo bajado de nuevo al suelo, le masajeaba el brazo izquierdo. -Dame la mano, Pablo. Necesitamos que sepas que te queremos y no te marginamos. Tuve la tentación de decir que nada de eso me importaba, pero sí que me importaba. Los recuerdos de mis hermanos eran una forma de sentir la marginación, sublimándola con el deseo de no marginar a mis hermanos, sobre todo a Fernando. Como si mi cuerpo y mi mente recorrieran senderos diferentes, en cuanto ofrecí mi mano y Ramón me la apretó, experimenté una erección disolvente y perturbadora. Sentí extraños escalofríos por las caderas y los muslos, hasta en las pantorrillas. -Mira, Ramón –dijo Esteban-. Fíjate en que Pablo no es un niño. ¿No te parece que su polla va a ser muy deseada? Además, observa lo bien hecho que está, que sin hacer deportes duros, tiene un desarrollo excelente, a falta de muy pocos retoques. Yo querría ayudarlo, pero él me trata como una puñetera mierda. -No, como una mierda, no… -protesté sin demasiado convicción. -Ah, ¿no? –casi gritó Esteban-. Desde el día que os conocí a tu tía y a ti, he querido ser tu amigo, pero me rehúyes como si tuviera lepra. Por si no lo sabes, te amo lo mismo que a Marta. Para mí, sois inseparables en mi corazón. -¿Me quieres lo mismo que a Ramón? –pregunté con algo de mala uva. Esteban frunció los labios. -Bueno, Pablo. Ramón es parte de mí. No es un amor como el que tengo por ti, que lo siento en el corazón. Ramón es mi corazón, ¿comprendes? Sin él, moriría. Callé. No era rebatible después de ver lo que estaba viendo. Noté que Ramón, que no había soltado mi mano, haló de ella y me empujó suavemente para situarme junto a Esteban. No preví lo que iba a pasar. Esteban agarró mi pene ya muy duro y fue tirando hasta colocarlo a la par con el de Ramón, a quien estaba obligando al mismo tiempo a deslizarse hacia el borde inferior de la mesilla. Sin dejar de masajear el vientre de su hermano, Esteban abrazó fuertemente, juntos, el pene de Ramón y el mío. Creí que iba a pajearnos en simultáneo, porque con los dos penes en estrecho contacto, sentía un placentero y estimulante calor. Era un roce suave, aunque se tratase de un órgano tan endurecido. -Los jóvenes casi adolescentes tenéis una facultad que pasa pronto –dijo Ramón-. Date cuenta de la dureza casi metálica de tu polla en estos momentos. Dejará de ponerse tan dura dentro de cinco o seis años, así que aprovecha. Me dio por imaginar a los dos hermanos compartiendo una cátedra de enseñanza sexual o de pornografía. Tenía medianamente claro que Ramón sentía preferencias claramente heterosexuales, pero quería a su hermano sin ninguna cortapisa. A pesar de todas las afirmaciones, contemplando casi de perfil la polla pompeyana de Esteban, temí que quisiera empotrarme, pero sin parar la suave frotación de los dos penes, y con una agilidad de contorsionista, él se fue encaramando sobre la mesilla, en cuclillas sobre vientre de Ramón, sin soltar mi polla. Colmó mi asombro cuando, apenas con algo de esfuerzo, se introdujo los dos penes al unísono. Nunca me había pasado por la mente que algo así fuera posible. Esteban tendría que quejarse por el dolor que debía producirle la doble intrusión, pero no lo hizo, sino que comenzó a exclamar expresiones muy guarras, que repetía Ramón como si fuera su eco, ambos entre lo más parecido a estertores. Muy pronto, abandoné las especulaciones, las comidas de cabeza, los recuerdos y los reproches. Lo que sentía no podía ser. La estrechez inverosímil en que se encontraba mi polla debería producir desgarros y dolor, pero comencé a sentir que podría comprimirse todo mi cuerpo dentro de ese órgano y lanzarme a volar por el Universo entre luces de colores. Tardé varios minutos en darme cuenta de que la doble penetración duraba mucho más de lo lógico. Carecía de experiencia como para encontrar respuestas a nada en ese campo, pero esto sí que no iba a olvidarlo nunca. Debieron de transcurrir unos dieciocho o veinte minutos de penetración, cuando Esteban comenzó a gritar de modo contenido, porque seguramente temía ser oído desde las duchas colectivas, situadas en el otro extremo del pasillo. Los gritos, los quejidos, los estertores y los ayes se acompasaron, formando un impaciente dúo los dos hermanos. Sin haberlo visto llegar, sucedió el orgasmo más explosivo de toda mi vida. Como fuegos artificiales. Como lluvia de estrellas sonorizada con la novena sinfonía. Cuando pude abrir los ojos, vi por encima del hombro de Esteban que su explosión blanca alcanzaba la cara de Ramón, quien no se apartó ni mostró expresión de desagrado. En vez de ello, se relamió con lo que le había caído cerca o sobre la boca. Me salí sintiendo de nuevo desconcierto. Noté que Ramón permanecía dentro, seguramente esperando que terminasen las contracciones de Esteban. Me dirigí a la ducha con cierta brusquedad. Las dos veces que había consentido acercarme a Esteban, habían sido como si me cayera la Luna encima. Esta idea me vi obligado a desecharla, porque la tibia ducha arrastró hacia el suelo el resto de mis prejuicios y al enjabonarme el pene, noté que debía parar porque iba a tener una nueva erección. Mi pensamiento era un resumen de todas las contradicciones de la adolescencia y la juventud Una vez que nos vestimos, salimos hacia el coche, donde le dije a Ramón que ya no iba a volver a verme nunca más. -¿Por qué? –preguntó Esteban con expresión seria y muy preocupada. -¿No te das cuenta de que no tengo nada que ver con tu hermano? -Me parecía que sí. Él tiene siempre buenas notas y está terminando… -Derecho –intervino Ramón-. En realidad, este año escribo la tesis doctoral. -Pues eso –dije yo aparentando enojo- Ramón y yo no tenemos nada que ver. ¿De qué iban a hablar un abogado y un informático? Además, aunque él sea más joven que tú, también es muy viejo para ser mi amigo. De reojo, sorprendí una leve sonrisa de Ramón. Nuestro acuerdo estaba llevándose a cabo. -Pues para serte sincero, tampoco tú eres lo que se dice un prodigio –dijo Ramón- Se ve que eres caprichoso, frívolo, broncoso y despatarrado. Así, que mejor buscas en otro sitio. -Yo no tengo nada que buscar. Y menos, de la parte de tu hermano. Así que muy bien. No nos podemos ver, y no hay nada que hacer. -Vaya palo –dijo Esteban-. He querido que me penetraseis juntos, para que hubiera mayor intimidad entre vosotros, creyendo que ya erais amigos, y me salís con esto. Pablo, eres un caso serio. Ramón se echó un poco a un lado, para no ser visto por el espejo retrovisor, y me guiñó el ojo, sonriente. Llegábamos a mi casa. Me dispuse a aflojar el cinturón de seguridad. En cuanto paró el coche Esteban, bajé precipitadamente sin despedirme, y entré en mi casa entre carcajadas. Estaba medio empalmado e iba a tener que abreviar los saludos con mi familia, porque tenía que encerrarme a hacerme una paja. Mientras lo hacía, me pregunté cómo iban a ser mis encuentros furtivos con Ramón a espaldas de su hermano, y si conseguiríamos organizar la despedida de soltero en secreto, para dar la sorpresa. Temí que pudiera armarse una discusión familiar cuando Esteban le viniera a mi tía con la información de que yo me había enemistado con su hermano. Habiendo visto lo que había visto, me pregunté si Ramón sería capaz de mantenerse en silencio ante su idolatrado hermano.

jueves, 5 de noviembre de 2020

CUENTOS DE MI TIA
CUANDO MI TIA ACEPTÓ CASARSE
Esteban, el reciente novio de mi tía Marta, me sedujo para que lo penetrara en su despacho de la piscina del centro de alto rendimiento, donde él entrenaba a los nadadores aspirantes a olimpicos. Yo pasé las dos semanas siguientes evitando a mi tía y, desde luego, a su novio. Mi desconcierto se había ido convirtiendo en desasosiego, que hasta me quitaba el sueño, pues el insólito caso me había pillado a los diecinueve años siendo un adolescente algo serio, nada revoltoso, poco atrevido en el sexo y entregado a mis estudios. Evitaba también comer con la familia, porque en la mesa no se paraba de hablar elogiosamente de ese individuo, lo que me perturbaba, porque mi razón quería calificarlo de degenerado aunque mis impulsos derivasen en otro sentido. No podía enfrentarme a mi tía y contarle las impropias costumbres propias de su novio, y mucho menos a mis padres, que quién sabe de qué me habrían acusado por inventarme esa “calumnia”. Hasta que se produjera su invitación a acompañarle dos viernes antes a la piscina, todos se habían dado cuenta de lo mal que me caía. Extrañamente, no podía contenerme e iba a mirar furtivamente por los visillos de mi cuarto todas las tardes, cuando lo oía aparcar su Clío, siempre cubierto de polvo. El exhibicionismo y la superdotación de Esteban me repugnaban, pero no conseguía resistirme al inexplicable impulso de espiarlo, con algo parecido al vértigo en el ánimo, por las contradicciones entre mis nociones de moral y mis deseos intolerables. Así fueron las cosas, hasta que un día me contó mi madre que mi tía se iba a casar. -¿Con Esteban? -¿Con quién si no? Me ruboricé y tuve que tragarme los comentarios que me apetecían. Mis padres habían temido que mi tía se quedara solterona, por lo que recibieron al novio y después prometido con verdadero entusiasmo, sin dar importancia a la ropa apretada del tipo, el abultamiento imposible de su pantalón ni su aire chulesco. Pero mi verdadero problema surgió una noche cuando, después de despedir a su novio, mi tía llamó a mi puerta. -Pablo. Tengo que pedirte un favor muy grande. Necesito que organices la despedida de soltero de Esteban. -¿Yo? Ni soy amigo suyo ni con mis diecinueve años tengo edad para deducir qué le pueda gustar. -No tendrás problema. Esteban te va a presentar a su hermano, que tiene menos de treinta años, y el te ayudará. No podía negarme, pero la idea de relacionarme con Estaban y, para colmo, con su familia, me descomponía. -Te invita a la piscina otra vez este viernes. Allí conocerás a su hermano. Eso era dos días más tarde. No disponía de pretexto alguno que me permitiera rechazar la invitación. Todos en mi casa conocían de sobra mis horarios, y lo cierto es que no tenía una vida social esplendorosa. Debía apechugar. El viernes, me senté en el escritorio del ordenador, intentando ordenar mis ideas, una hora y media antes de que llegase Esteban desprendiendo oleadas de feromonas. Necesitaba maquinar algo que me permitiera enfadarlo de modo que me rechazara como organizador de esa fiesta tan particular, pero no se me ocurría más que ponerme el bañador sicalíptico y revelador, lo que en vez de disuadirlo le provocaría. Carecía de armas, apenas el lenguaje. Decidí ponerme a insultarlo en cuanto entrara en su coche. Lo oí detener el motor del coche y, en seguida, llegaron a mi habitación mi madre y mi tía. -Venga, Pablo. No lo hagas esperar, que va a su trabajo. Igual que la primera vez, Esteban no se bajó del coche para saludar a mi familia. Yo imaginaba el porqué: su exhibicionismo indecente. Me acomodé en el asiento del copiloto sin mirarlo siquiera ni saludarlo. -Me alegra muchísimo verte, por fin –dijo Esteban. -Vaya, cabrón maricón. Guárdate tu alegría, porque no tienes nada que hacer conmigo. Hazme el favor de parar cuando lleguemos donde no puedan verme desde mi casa, porque me bajaré para dar una vuelta por el centro. Ni modificó su expresión. -Tienes que venir a la piscina. Mi hermano nos está esperando. -Pues hay una solución. Dime a dónde vais a ir después de que termines tu trabajo y a qué hora, y yo iré a conocer a tu hermano, porque se lo he prometido a mi tía. -Es una tontería, Pablo. Si cuentas en tu casa que no has venido, se enfadarán, y si les dices una mentira, te pillarán en el embuste, con lo candoroso que eres. Te pido por favor que vengas, que no va a pasar nada. Volví la cabeza para mirarlo, y entonces me di cuenta. No vestía el pantaloncito vaquero deshilachado, indecente y cortísimo, sino que iba en slip o algo semejante. No, no era un slip, sino uno de esos tangas norteamericanos que dejan el culo al aire. No lo podía creer. Se alzaba del asiento un poco, con frecuencia, de mi lado, como si pretendiera atraerme mostrando un poco los espléndidos glúteos que ya conocía. El bulto resultaba todavía más impresionante y descarado que la primera vez, y no paraba de palpárselo como si quisiera empalmarse. ¿Había algo que a ese individuo le causara pudor? Se me olvidó el comentario sarcástico que iba a hacer acerca de su promesa de que no pasaría nada. -Mi hermano te va a gustar. Es más joven que yo y estudia… la verdad es que no me acuerdo de qué estudia. Hasta podríais llegar a ser amigos. Callé. Esa posibilidad escapaba por completo a mis propósitos. Noté que Esteban conducía muy rápido, como si quisiera llegar a la piscina lo bastante pronto para que yo olvidara la idea de no acompañarlo. Antes de bajarse, alargó la mano hacia atrás y cogió una toalla del asiento trasero, para taparse. Sentí ganas de echar a correr, pero me desanimó la posibilidad de hacer el ridículo. Fui tras él por el conocido pasillo, viéndolo mover como una prostituta las nalgas exageradas por la esponjosa toalla. Entré tras él en el pequeño local que llamaba “despacho”, y manteniéndome lo más distante de él que me permitía el espacio, me quité el calzón y la camiseta, y salí presuroso al pasillo, a esperarlo. -Ya te he dicho que no tienes nada que temer, no debes portarte como si, a estas alturas, te fuera a violar. Vamos, que llego cinco minutos tarde. Al entrar en la nave de la piscina, Esteban me señaló un individuo de la grada. -Aquel es mi hermano. Espera un rato hablando con él, hasta que llegue el momento en que puedas entrar a nadar. Él abordó al entrenador principal y los nadadores, mientras yo me dirigía a la grada. No habría sido necesario que me lo señalara. Su hermano era como una gota de agua. Asombrado, pregunté: -¿Tú y Esteban sois gemelos? -¿Pablo? Asentí y él me extendió la mano. -Me llamo Ramón. Pareces mucho mayor de lo que me ha dicho mi hermano. No somos gemelos, tengo cuatro años menos que él. Pues no podían ser más semejantes. La cara era una copia, lo mismo que su figura. Sin poder evitarlo, examiné su entrepierna. No mostraba las exageraciones de Esteban. -No –dijo Ramón con una sonrisa muy irónica-. Mi polla es corrientita. Me ruboricé por haber sido sorprendido. En ese instante, me asaltó la inquietud de que Esteban pudiera haber contado a su hermano lo que ocurrió entre nosotros. Ramón no paró de hacerme preguntas, intentando entablar conversación, pero me resistí mucho rato fingiendo distraerme con el entrenamiento de los nadadores. -Oye –dijo Ramón casi en mi oído-.Una despedida de soltero tendría que mantenerse en secreto hasta dar una sorpresa al que se casa. Esto es muy raro. Que mi hermano nos haya presentado con ese objeto, se sale demasiado de la costumbre. Tenemos que pensar algo… -¿Cómo qué? -Vamos a ver… dejaremos que se acerque la hora de despedirnos tú y yo. Cuando veamos que llega ese momento, fingiremos una discusión y no separaremos dando la impresión de que nos caemos demasiado mal como para juntarnos para algo. ¿Te parece? Asentí, llena mi mente de ensayos referidos al fingimiento de enemistad. -Entonces, dime tu número particular, para llamarte dentro de dos o tres días. Lo primero que tenemos que decidir es a quiénes invitar. A pesar de su trabajo, no creas que mi hermano tenga demasiados amigos… al menos, amigos presentables y accesibles. Los nadadores, ni hablar. Cuando se van haciendo mayores, algunos se hacen amigos suyos, pero a él no le gusta intimar fuera de aquí con los que están en activo. -¡Qué raro! Yo había imaginado otra cosa. -Sí –dijo Ramón, sonriendo-. A mi hermano no se le comprende bien. Aparenta un desparpajo que no dice casi nada de él. Yo… Verás, cuando nací, él tenía cuatro años. Según cuenta mi madre, me acogió desde el primer momento como si yo fuera un juguete maravilloso. Me acunaba, me besaba a todas horas, me hablaba, me traqueteaba, me mecía. Los dos o tres primeros años de mi vida fueron así. Mecido y abrazado por Esteban a todas horas. Cuando empezó a ir al colegio, fue un drama. Yo lo extrañaba tanto, que me pasaba el día entre pucheros y llantos. Cuando llegaba por la tarde, ya no se separaba un momento de mí y mis padres descansaban de mis llanteras. Cuando fuimos creciendo, me protegía en los juegos de la calle, me ayudaba en los estudios, me llevaba por todas partes, se gastaba su poco dinero en helados para mí o en chucherías… Llegada mi adolescencia, él ya era un joven bastante apetecible y muy apetecido en el barrio, y ya entonces recuerdo que se comentaba lo especial que era su pene, con palabras como “fenómeno y monstruo”. Comenzó a dárselas de experto y por consiguiente, me explicó todo al detalle a diario. Su primer beso, sus primeros revolcones y pajas, su primer polvo, las primeras huidas de tías a las que el tamaño de su polla aterrorizaba y los cuidados que había que tener si uno estaba superdotado… Decía que era mejor que yo lo supiera todo de antemano y no tuviera que descubrir nada con esfuerzo ni dándome hostias, porque era tremendo que le dejaran a uno con la polla a punto y en ayunas. También me contó un poco más adelante la primera vez que lo penetraron y me describió minuciosamente lo que había experimentado. En el primer momento se me paró el corazón, pero en seguida me dio alegría el placer que me describía y lo abracé. Nada de lo que él me dijera me podía perturbar. El me quiere mucho, pero yo lo quiero a morir, aunque te parezca raro. Yo soy un heterosexual algo obsesivo, pero con mi hermano haría todo lo que él quisiera. Hasta el punto de que un día que lo vi masturbarse en la cama de al lado, le pregunté si quería follarme, aunque no creo que lo hubiera ni sugerido de haberme fijado bien en aquel momento en el grosor increíble del pene en la base. Detuvo la paja y se sentó en el borde de su cama, y entonces, me fijé bien en cómo es su polla en erección, las dimensiones y la forma tan insólita. Me dio un terror de los mil diablos, pero me dijo que no deseaba follarme, que de los hombres sólo le gustaba que lo follaran. Así entramos en una dinámica algo distinta del pasado. Esto ocurrió hará unos diez años, y desde entonces me muero de pena cada vez que pienso que pronto llegará la hora en que se aparte de mí. Y ahora, ya .lo ves, tengo que participar en la organización de su despedida de soltero. Miré a Ramón con una sensación extraña. Me conmovía un amor de hermanos tan enorme, aunque no dejaba de entrever puntos oscuros y, tal vez, sórdidos. Pero Ramón había logrado en pocos minutos lo que su hermano no había conseguido todavía: que yo quisiera ser amigo suyo. -¿Cómo vamos a organizar ese lío, sin que Esteban se dé cuenta? -Tendrás que ser tú el que se muestre inflexible y despectivo, porque él sabe de sobra que a mí me derrite con un abrazo y un beso. -Toma, mete mi número en el archivo del tuyo. -Voy a identificarte como ¨”cuñado´”, porque tenemos otro amigo Pablo. Ramón hablaba de ellos, con frecuencia, en plural. Supuse que iba a ser complicado mantener las cosas en secreto, sobre todo porque Esteban le contaría a Marta y a m madre que yo me había enemistado con su hermano, y ellas vendrían a reprochármelo. Se armaría un gran follón Iba a tener que maquinar mucho hasta que llegara el día de la boda. Seguimos hablando con bastante cordialidad hasta que llegó la hora de saltar a la piscina. A partir de entonces, todo transcurrió igual que la primera vez que acompañé a Esteban, incluyendo la invitación a la ducha privada de su despacho. -Puedo ducharme en las colectivas -aduje. -¡Que te crees tú eso! –exclamó Esteban, añadiendo a continuación: -La ducha de los nadadores es un disloque. Ahora se pondrán a molestarse los unos a los otros, combatir con toallas mojadas y otras muchas cosas. Preferirás venir con nosotros. En realidad me había preguntado en varios momentos si la polla de Ramón se parecería a la de su hermano, tan extraña además de descomunal, aunque él hubiera afirmado que era “corrientita”. Así que fui tras ello como un autómata. Todo volvió a ocurrir como la primera vez. Esteban nos hizo entrar a los dos en la ducha y fuimos enjabonándonos por turno. El pene de Ramón no tenía la forma de lanza del de su hermano, pero su tamaño no era despreciable. Aunque no tanto como Esteban, me ganaba también un poco, por lo que permanecí de espaldas a Ramón todo lo que pude, porque me sonrojaba su mirada que me hacía recordar mi desventaja, sonrojo que aumentaba si observaba de reojo la entrepierna de Esteban, a quien parecía bastar un par de toques para que el pene se elevase como una lanza antigua más arriba del ombligo y casi pegado a su cuerpo de tan rígido, a pesar de que ya no era un adolescente y a despecho del peso que debería tender a mantenerlo colgando. Pero no, y resultaba obvio que él adelantaba las caderas para resultar más ostensible. Vi con desconcierto cómo Ramón le enjabonaba repetidamente ese dragón de Comodo, pero lo hacía con la mayor naturalidad y sin preocuparse de mi proximidad. . De nuevo, Esteban afirmó que teníamos que untarnos crema hidratante, para combatir la sequedad que el cloro nos produciría. Vi con fascinación que Ramón, de inmediato, se acomodó boca arriba en la mesilla como si hubiera recibido una orden, y Esteban se puso a untarle y masajearlo en seguida. Comprobé que no existía el menor tabú entre ellos. Las manos de Esteban recorrían el cuerpo de su hermano sin dejar de lado ningún relieve ni recoveco. Me senté en la silla de despacho, pues no había otra. Mi visión de Ramón era de perfil, porque mi cabeza quedaba casi al mismo nivel que la mesilla donde estaba tumbado. Noté algo de lo que no me había percatado la primera vez que estuve en ese lugar: Esteban tenía que haber recibido enseñanza de masaje, porque lo hacía de modo concienzudo y experto. Echaba la crema sobre Ramón a chorros con el propio envase, lo soltaba y se frotaba las manos para abordar cada zona del cuerpo con concentración de cirujano. Dos semanas antes, cuando me masajeó, recorrió mis piernas con prisas, porque quería lo que quería, pero ahora dedicaba mucho rato a cada tendón y músculo de las piernas de su hermano, el perineo, que recorrió varias veces con los dos puños alternativamente, los glúteos, los pectorales con los pezones endurecidos, las axilas, el cuello y las orejas. No era posible determinar quién de los dos estaba disfrutando más. Los pies no sólo los masajeó meticulosamente, sino que chupó algún dedo en ocasiones y los besó también varias veces, besos que también había dado en el vientre, los pectorales y los ojos. Vista de perfil, la expresión de Ramón era de felicidad. Cuando, lo menos media hora más tarde, el masaje alcanzó sus muslos, al tiempo que recorría con detenimiento cada abductor, supinador o cuádriceps, descubrí que el pene de Ramón estaba erecto y pulsante. Esto me perturbó. Estaba empezando a convencerme de que debía creer mucho más a mis ojos que a mis oídos. Apreté los párpados, pues necesitaba digerir que no sólo eran dos hombres, sino dos hermanos. Pero ellos estaban a lo suyo y nada parecía importarles, ni mi cercanía. No me miraban, por lo que llegué a sospechar que me estaban ofreciendo un espectáculo, ignoraba con qué propósito. Decidí que debía apartarme de ellos en lo sucesivo; me pregunté qué opinaría la gente convencional, como mi padre, si viera lo que hacían esos dos hermanos. Cuando me llevaran a mi casa, tenía que maquinar cómo rechazarlos a los dos. Cuando ya parecía haber casi terminado el masaje, me di cuenta de que Esteban echaba crema muy abundante sobre el pene de Ramón, como si pretendiera que se aflojara al contacto de la fría humedad, y a continuación saltó hacia sus hombros y su cuello. En esos puntos semejó durante unos minutos un simple masajista muy profesional, pero algo después se puso a acariciar con mimo el rostro de su hermano, la nariz, los labios, la barbilla y en una ocasión que Ramón frunció la boca como un solicitante, Esteban se agachó y le dio un beso que cualquiera habría calificado de “tornillo”. Me propuse no volver asombrarme de nada. Si creían que era un pipiolo y trataban de escandalizarme, se equivocaban. Ya hacía rato que había comprendido que tenían que haber hablado sobre mí y que Ramón estaría al corriente sobre lo sucedido dos semanas atrás. Esta convicción no me produjo enojo, porque no debía esperarse otra cosa de dos hermanos tan… especiales. Pero tomé la decisión de convencer a Ramón de que yo soy lo que soy y nada ni nadie me haría cambiar, porque la realidad era que me caía muy bien a pesar de su veneración por Esteban y mi determinación de no intimar con él.. Tras el beso, Esteban miró la entrepierna de su hermano; la erección había aflojado, que supongo que era lo que quería comprobar. Entonces, inició el despacioso recorrido por los brazos. Era fascinante ver la naturalidad con que Esteban tomaba el brazo y colocaba la mano de Ramón sobre sus genitales, mientras lo sostenía con la izquierda y masajeaba con la derecha. Esteban ya se había reclinado para besar a Ramón unas diez veces. Si no resultara escabrosa, la escena entre los dos era conmovedora, porque parecía obvio que Ramón hacía todo cuanto pudiera complacer a su hermano, sin mostrar demasiado apasionamiento, sólo un inmenso cariño. Inopinadamente, me encontré recriminándome no haber tratado de ese modo a mi hermano Fernando, que tiene nueve años menos que yo. No exactamente pensaba en los apretujones, caricias y besos, sino en un trato más protector de hermano mayor, cosa que yo no había hecho con Fernando ni con Paula, que ya entra en la adolescencia y es probable que desee que la aconseje, la proteja y le sirva de colchón con mis padres. Ciertamente, no soy un hermano atento ni ejemplar. De no haber conocido nunca a Estaban y Ramón, .jamás se me habría ocurrido sospechar que puedo ser algo egoísta y distante con mi familia. Mas la verdad es que yo no he recibido nunca más que consideraciones de mis padres, por lo que no podría habérseme ocurrido que mis hermanos pequeños puedan necesitar protección. Ni siquiera he oído nunca reproches de mi madre por llegar algo tarde ni pretenciosas y posadas lecciones de mi padre. Sólo cariño sin que nunca me hayan negado nada, aunque cierto es que yo no les he pedido jamás algo que no puedan darme. Puede ser que en esto radique mi particularidad, que soy más responsable de lo corriente. Y no me cabe ninguna duda de que Esteban trata de convertirme en irresponsable. Pero no va a lograrlo ni cuando llegue a tener derecho a que lo llame “tío”, cosa que no haré. . Mientras Esteban masajeaba el brazo izquierdo de Ramón, este giró la cabeza hacia mí y me sonrió. Me dio la impresión de que trataba de transmitirme un mensaje: “Míranos, nos amamos, nos adoramos, haríamos cada uno lo que fuera por el otro, y no se nos cae el firmamento encima, no se hunde el mundo ni nos alcanza el fuego del infierno. A ninguno de los dos nos han salido cuernos ni rabo. Hay un universo que te convendría descubrir y que nosotros descubrimos hace muchos años”. Pero su pene, de nuevo erecto, y la grosera polla de Esteban, empinada como un desmesurado misil, le quitaba ternura a la escena. Cerré los ojos de nuevo, porque otra vez el rubor se me derramaba por el cuello, los hombros y la espalda, sintiendo que también podía llegar a tener erección, lo que empezaba a suceder y de ningún modo quería que ellos lo descubrieran. Pero aunque Esteban no pudiera verme, tapado por la mesa, Ramón sí, puesto que su punto de observación era mucho más bajo. - Ven aquí –me pidió Ramón con tono ronco. Esteban ni siquiera me miraba. Negué con la cabeza volviendo a cerrar los ojos, pero Ramón insistió. -Pablo, acércate. Me gustaría hablar contigo sin tener que forzar el cuello de este modo, que va a darme tortícolis. -Oye, sobrino –dijo Esteban, y estuve a punto de protestar-. Recuerda que a mí sólo me gusta que me penetren, y a Ramón le van otras cosas. Las repetidas menciones de Esteban de lo mucho que gozaba que lo penetraran, empezaba a originarme pensamientos desconcertantes. Como si mi futuro tío quisiera ilustrarme sobre lo que acababa de decir, se subió a la camilla en dirección contraria a Ramón. De inmediato, este alzó un poco la cabeza y enfiló la lengua hacia el ano de su hermano. -Vamos, Pablo, acércate –dijo Ramón balbuciendo entre lamida y lamida. Me aproximé lleno de prevención. Consideraba que era lo más asqueroso que había imaginado nunca, hasta apreciar de cerca la expresión de Esteban. Nada podía parecerse más al delirio. La confianza y desinhibiciones entre esos dos hermanos era lo más morboso y malsano que podía imaginar. Pero curiosamente, habían dejado de repugnarme. Me conmovían mucho más. Pensé de nuevo en mi hermano Fernando, no porque algo así pudiera jamás suceder entre nosotros, sino porque deseé que nos quisiéramos igual de intensamente. Ramón me tendió la mano derecha, mientras su hermano, habiendo bajado de nuevo al suelo, le masajeaba el brazo izquierdo. -Dame la mano, Pablo. Necesitamos que sepas que te queremos y no te marginamos. Tuve la tentación de decir que nada de eso me importaba, pero sí que me importaba. Los recuerdos de mis hermanos eran una forma de sentir la marginación, sublimándola con el deseo de no marginar a mis hermanos, sobre todo a Fernando. Como si mi cuerpo y mi mente recorrieran senderos diferentes, en cuanto ofrecí mi mano y Ramón me la apretó, experimenté una erección disolvente y perturbadora. Sentí extraños escalofríos por las caderas y los muslos, hasta en las pantorrillas. -Mira, Ramón –dijo Esteban-. Fíjate en que Pablo no es un niño. ¿No te parece que su polla va a ser muy deseada? Además, observa lo bien hecho que está, que sin hacer deportes duros, tiene un desarrollo excelente, a falta de muy pocos retoques. Yo querría ayudarlo, pero él me trata como una puñetera mierda. -No, como una mierda, no… -protesté sin demasiado convicción. -Ah, ¿no? –casi gritó Esteban-. Desde el día que os conocí a tu tía y a ti, he querido ser tu amigo, pero me rehúyes como si tuviera lepra. Por si no lo sabes, te amo lo mismo que a Marta. Para mí, sois inseparables en mi corazón. -¿Me quieres lo mismo que a Ramón? –pregunté con algo de mala uva. Esteban frunció los labios. -Bueno, Pablo. Ramón es parte de mí. No es un amor como el que tengo por ti, que lo siento en el corazón. Ramón es mi corazón, ¿comprendes? Sin él, moriría. Callé. No era rebatible después de ver lo que estaba viendo. Noté que Ramón, que no había soltado mi mano, haló de ella y me empujó suavemente para situarme junto a Esteban. No preví lo que iba a pasar. Esteban agarró mi pene ya muy duro y fue tirando hasta colocarlo a la par con el de Ramón, a quien estaba obligando al mismo tiempo a deslizarse hacia el borde inferior de la mesilla. Sin dejar de masajear el vientre de su hermano, Esteban abrazó fuertemente, juntos, el pene de Ramón y el mío. Creí que iba a pajearnos en simultáneo, porque con los dos penes en estrecho contacto, sentía un placentero y estimulante calor. Era un roce suave, aunque se tratase de un órgano tan endurecido. -Los jóvenes casi adolescentes tenéis una facultad que pasa pronto –dijo Ramón-. Date cuenta de la dureza casi metálica de tu polla en estos momentos. Dejará de ponerse tan dura dentro de cinco o seis años, así que aprovecha. Me dio por imaginar a los dos hermanos compartiendo una cátedra de enseñanza sexual o de pornografía. Tenía medianamente claro que Ramón sentía preferencias claramente heterosexuales, pero quería a su hermano sin ninguna cortapisa. A pesar de todas las afirmaciones, contemplando casi de perfil la polla pompeyana de Esteban, temí que quisiera empotrarme, pero sin parar la suave frotación de los dos penes, y con una agilidad de contorsionista, él se fue encaramando sobre la mesilla, en cuclillas sobre vientre de Ramón, sin soltar mi polla. Colmó mi asombro cuando, apenas con algo de esfuerzo, se introdujo los dos penes al unísono. Nunca me había pasado por la mente que algo así fuera posible. Esteban tendría que quejarse por el dolor que debía producirle la doble intrusión, pero no lo hizo, sino que comenzó a exclamar expresiones muy guarras, que repetía Ramón como si fuera su eco, ambos entre lo más parecido a estertores. Muy pronto, abandoné las especulaciones, las comidas de cabeza, los recuerdos y los reproches. Lo que sentía no podía ser. La estrechez inverosímil en que se encontraba mi polla debería producir desgarros y dolor, pero comencé a sentir que podría comprimirse todo mi cuerpo dentro de ese órgano y lanzarme a volar por el Universo entre luces de colores. Tardé varios minutos en darme cuenta de que la doble penetración duraba mucho más de lo lógico. Carecía de experiencia como para encontrar respuestas a nada en ese campo, pero esto sí que no iba a olvidarlo nunca. Debieron de transcurrir unos dieciocho o veinte minutos de penetración, cuando Esteban comenzó a gritar de modo contenido, porque seguramente temía ser oído desde las duchas colectivas, situadas en el otro extremo del pasillo. Los gritos, los quejidos, los estertores y los ayes se acompasaron, formando un impaciente dúo los dos hermanos. Sin haberlo visto llegar, sucedió el orgasmo más explosivo de toda mi vida. Como fuegos artificiales. Como lluvia de estrellas sonorizada con la novena sinfonía. Cuando pude abrir los ojos, vi por encima del hombro de Esteban que su explosión blanca alcanzaba la cara de Ramón, quien no se apartó ni mostró expresión de desagrado. En vez de ello, se relamió con lo que le había caído cerca o sobre la boca. Me salí sintiendo de nuevo desconcierto. Noté que Ramón permanecía dentro, seguramente esperando que terminasen las contracciones de Esteban. Me dirigí a la ducha con cierta brusquedad. Las dos veces que había consentido acercarme a Esteban, habían sido como si me cayera la Luna encima. Esta idea me vi obligado a desecharla, porque la tibia ducha arrastró hacia el suelo el resto de mis prejuicios y al enjabonarme el pene, noté que debía parar porque iba a tener una nueva erección. Mi pensamiento era un resumen de todas las contradicciones de la adolescencia y la juventud Una vez que nos vestimos, salimos hacia el coche, donde le dije a Ramón que ya no iba a volver a verme nunca más. -¿Por qué? –preguntó Esteban con expresión seria y muy preocupada. -¿No te das cuenta de que no tengo nada que ver con tu hermano? -Me parecía que sí. Él tiene siempre buenas notas y está terminando… -Derecho –intervino Ramón-. En realidad, este año escribo la tesis doctoral. -Pues eso –dije yo aparentando enojo- Ramón y yo no tenemos nada que ver. ¿De qué iban a hablar un abogado y un informático? Además, aunque él sea más joven que tú, también es muy viejo para ser mi amigo. De reojo, sorprendí una leve sonrisa de Ramón. Nuestro acuerdo estaba llevándose a cabo. -Pues para serte sincero, tampoco tú eres lo que se dice un prodigio –dijo Ramón- Se ve que eres caprichoso, frívolo, broncoso y despatarrado. Así, que mejor buscas en otro sitio. -Yo no tengo nada que buscar. Y menos, de la parte de tu hermano. Así que muy bien. No nos podemos ver, y no hay nada que hacer. -Vaya palo –dijo Esteban-. He querido que me penetraseis juntos, para que hubiera mayor intimidad entre vosotros, creyendo que ya erais amigos, y me salís con esto. Pablo, eres un caso serio. Ramón se echó un poco a un lado, para no ser visto por el espejo retrovisor, y me guiñó el ojo, sonriente. Llegábamos a mi casa. Me dispuse a aflojar el cinturón de seguridad. En cuanto paró el coche Esteban, bajé precipitadamente sin despedirme, y entré en mi casa entre carcajadas. Estaba medio empalmado e iba a tener que abreviar los saludos con mi familia, porque tenía que encerrarme a hacerme una paja. Mientras lo hacía, me pregunté cómo iban a ser mis encuentros furtivos con Ramón a espaldas de su hermano, y si conseguiríamos organizar la despedida de soltero en secreto, para dar la sorpresa. Temí que pudiera armarse una discusión familiar cuando Esteban le viniera a mi tía con la información de que yo me había enemistado con su hermano. Habiendo visto lo que había visto, me pregunté si Ramón sería capaz de mantenerse en silencio ante su idolatrado hermano.
CUENTOS DE MI TIA
CUANDO MI TÍA SE ENAMORÓ
Éramos una familia corriente y tranquila, lo mismo que yo hasta que mi tía se enamoró. Tras la muerte de mi abuelo, nos habíamos ido quedando a vivir con mi abuela de modo no premeditado. Primero, fue la determinación de mi padre de no dejar sola a su madre recién enviudada. Pero fue pasando el tiempo, mis hermanos y yo nos matriculamos en colegios cercanos, a mi padre lo trasladó su empresa por solidaridad a la sucursal más próxima y mi madre descubrió una tertulia de vecinas que le gustaba mucho, de manera que sin que nadie tomara claramente la decisión, la enorme casa familiar se convirtió en nuestro domicilio permanente. Aparte de nosotros y mi abuela, sólo vivía en la casa la hermana menor de mi padre, llamada Marta, una hermosa y abnegada mujer de treinta y cuatro años, que había rechazado una infinidad de proposiciones amorosas por la determinación de ayudar a su madre a cuidar de su padre. Muerto el abuelo, todos notábamos que Marta se había quedado sin objetivos. Era muy evidente su indiferencia, como si hubiese decidido que no tenía nada que esperar, y también era clamorosamente notable su abandono. No engordó, porque éramos una familia naturalmente muy esbelta, pero fue abotargándose un poco, no se maquillaba, dejó de comprar ropa a la moda y se descuidó el pelo. Las vecinas que formaban la tertulia de mi madre, todas casadas, fueran las primeras en alertarnos. Marta había adoptado una actitud muy depresiva y autodestructiva. El asunto se discutió en nuestras comidas varias veces durante un par de semanas mientras Marta se encontraba ausente, hasta que un día me dijo mi madre: -Pablo, trata de conquistar a tu tía Marta para que salga contigo a discotecas, bares y por ahí… -Mamá, tengo diecinueve años. No van a gustarle los sitios donde voy. -Sí, es verdad. A ella le agradarán otras cosas. Pero tú eres el único de la familia que puede intentar ayudarla. Tu hermano Fernando tiene diez años, tu hermana Paula, catorce. Eres el que más se le aproxima. Supongo que no toda la gente que vaya a esos sitios que te gustan sea tan joven como tú. También habrá gente algo mayor… Mi madre tenía razón. En todos los bares con música que frecuentaba veía siempre a gente de hasta cuarenta años, y en las discotecas, algo menos, pero también. No sería imposible que mi tía encontrara a alguien apropiado. Me costó mucho conseguir que se decidiera. Tuvo que ocurrir una especie de milagro que tal vez fue provocado; una de las amigas de mi madre nos pidió alojar a una prima suya de treinta y dos años, que venía a pasar unas vacaciones, ya que a ella le faltaba sitio en su pequeño piso. Fue acomodada en la habitación vecina de mi tía, de quien se hizo muy amiga en seguida. La prima de nuestra vecina, una malagueña jacarandosa y un poco gritona, se puso muy pronto a reprochar a mi tía su dejadez, insistentemente, de modo que en menos de una semana vimos con estupor que Marta renovaba su vestuario al completo, la malagueña le enseñó a maquillarse a la moda y la forzó a ir a la peluquería. Así que un viernes a mediodía las vimos bajar mientras comíamos, y casi no la reconocimos. No pasaría inadvertida si iba por la calle. Marta era muy guapa, muy por encima de lo común, y estaba “buena” del modo grosero que lo decimos los jóvenes. Junto a mí, podía parecer que me había ligado a una experta, algo madurita pero muy “potable”. Así que insistí esa misma tarde en que saliera conmigo. Aceptó no sin renuencia, pero con la condición de que también viniera su nueva amiga malagueña. -Viky tiene que venir también. No vamos a dejarla aquí, sola. Así que me encontré encarando la noche de viernes escoltado por dos señoras, presentables pero… que iban a ser un obstáculo muy serio para mis derrapes y conquistas del fin de semana. Las llevé sin mucho entusiasmo al disco bar donde anticipé que no todo el mundo sería de mi edad, y así era. Para mi desconcierto, la entrada de Marta y Viky produjo un impacto que no esperaba. Ciertamente, era un dúo de mujeres en sazón, muy atractivas y apetecibles. Crucé el local tras ellas sintiéndome en evidencia, pero afortunadamente nadie me prestó atención. No creo que llevásemos más de diez minutos sentados junto a una mesa cercana a la barra, cuando un tío de unos treinta años sacó a bailar a la malagueña. En muy pocos minutos, los vi al otro lado del local, morreándose de modo casi frenético. Entonces, me di cuenta de que otro tío que tampoco podía tener mucho más de treinta, miraba a mi tía con ganas de comérsela, como si sopesara sus posibilidades de conquista; me pareció que me lanzaba miradas asesinas. No me gustó el individuo, era demasiado… todo. Demasiado musculoso, demasiado apretado en su ropa de ligón, demasiado exhibicionista en sus pantalones inverosímilmente ajustados y exageradamente abultados por la entrepierna, en su camiseta casi sin mangas para presumir de bíceps y de pectorales, demasiado peinado-despeinado y demasiado chulesco con su media sonrisa de autosuficiencia. Consideré que no podía convenirle a mi tía. -Ven, Marta. Vamos a bailar –invité con apresuramiento. Marta estaba mirando disimuladamente a su rondador, por lo que noté que aceptó mi invitación de no muy buena gana. Bailamos tres o cuatro lentas y ya había olvidado al exhibicionista, cuando noté en los ojos de mi tía un brillo como una estrella fugaz, mirando más allá de mí. Al instante, sentí el cuerpo de un hombre que se me pegaba por detrás, mientras decía: -Creo que necesitas a un hombre de verdad, no un imberbe así. Aparte de la insolencia de rozar su cuerpo contra el mío y frotarme descaradamente la voluminosa bragueta, su frase me produjo ira. -Mi tía no les da bola a chulos como tú –dije sin meditarlo. -¡Pablo! –reprochó Marta. Tal vez se trataba de un leve regaño a su sobrino por la falta de tacto, pero a mí me pareció que estaba encandilada de verdad por el sujeto. -Disculpe usted, caballero –me dijo él-. No había caído en la cuenta de que usted es seminarista o un párroco, vaya usted a saber. A mí me sonó a burla intolerable, pero Marta se echó a reír. -Así que –continuó el individuo-, con todo respeto le pido que me conceda un baile con su pareja. La frase y la situación resultaban tan anacrónicas, que nos desarmó a los dos. Tras un momento de duda, los tres quietos en medio de la pista, mi tía me dijo: -Pablo, voy a bailar con este señor. Ve a tomar algo, por favor. El sujeto me sonrió triunfante, me miró un poco desde arriba estirando su cuerpo como un gallo de corral y me ofreció la mano. -Me llamo Esteban; gracias. Ya no se separaron en toda la noche. La situación me había descolocado tanto, que ni siquiera me preocupé de ligar, aunque no me faltaron miradas. Viky fue cortejada sucesivamente por cuatro individuos, con cada uno de los cuales siguió la misma pauta; bailaban unos minutos y a continuación se iban hacia el fondo, donde se repetía el morreo. Pareció que Viky realizaba un test. Mi tía simulaba no notar el monstruoso aguijón que la entrepierna de aquel sujeto le restregaba y no volvió a la mesa en ningún momento, riendo constante de un modo que debió alegrarme pero me producía ira. Así que solo, con humor de perros y aburrido, no se me ocurrió más que beber mucho más de lo que estaba acostumbrado. Serían las tres y media cuando Marta me sacudió, porque yo echaba una cabezada. -Pablo, nos tenemos que ir… ¿estás borracho? -¡Qué va! –exclamé sin convicción. Fui a ponerme de pie, pero entonces comprendí que sí que había bebido más de la cuenta. -No te preocupes, Marta –dijo Esteban de manera demasiado posesiva-. Yo os llevo y mañana que venga él por su coche. De ese modo, me encontré en el asiento trasero de un Clio que lo menos tenía diez años. Ellos hablaban como si yo hubiera perdido el conocimiento. -Es mi sobrino mayor. Yo lo veo hace tiempo como un hombre, pero seguramente es más adolescente de lo que creía. -Sí, mujer. Es un crío, por mucha apariencia de machote que tenga. ¿Estudia? -Sí. Algo de ordenadores, creo. -Y tú, ¿a qué te dedicas? -Hace tiempo que no trabajo. He pasado más de seis años cuidando de mi padre, que tenía cáncer terminal, y he perdido la costumbre. Tengo que ponerme al día, porque soy demasiado joven. -Claro que sí, mujer. Tienes que ponerte las pilas. Definitivamente, el tío me resultaba vomitivo, con su lenguaje posado de jovencito y su actitud de consejero, mientras concluía que seguramente estaba en el paro, porque su coche no había sido lavado en dos semanas y tenía abollamientos. Estaba haciéndome el dormido, pero con los párpados no del todo cerrados notaba que Esteban me lanzaba miradas por el retrovisor, porque seguramente tenía la intención de parar en algún sitio oscuro y echarse sobre mi tía. Decidí forzarme a no dormir, para estar alerta. Pero condujo hasta la puerta de mi casa, donde sí que se besaron muy apasionadamente. Marta me sacudió echando el brazo hacia atrás sin mirarme. -Vamos, Pablo. Las siguientes dos semanas representó una tortura sentarme a comer con la familia. Al principio, de un modo tímido que progresivamente iba ganando intensidad y entusiasmo, Marta cotorreaba sin parar sobre Esteban. Había tenido varios récords de natación años atrás, lo que le había impedido obtener un título universitario, pero ahora, tras una lesión en una rodilla, era ayudante del entrenador del equipo de natación nacional que preparaba las olimpiadas. Según Marta, era lo más simpático del mundo, muy popular, y encantaba a la gente. Lo saludaban por todas partes, tenía carisma y estaba segura de que iba a triunfar en la vida en cuanto se le quitara la obsesión de la natación. Escuchándola, yo deducía que estaba deslumbrada por un vago notable, presuntuoso… un mediocre sin futuro. Un verdadero chulo profesional. Mi malestar y antipatía resultaron evidentes para todos muy pronto, a pesar de que yo trataba de disimular. Mi padre me pidió en un par de ocasiones que fuera más comprensivo con su hermana, pero mi madre era más directa; me pillaba constantemente para exigirme que hiciera el favor de no ser tan borde con Esteban, que él representaba una oportunidad para mi tía, que no parecía mala gente, que su cuñada se había salvado de ser una solterona y que me estaba ganando el rencor de Marta. Esto último me preocupó, porque me pareció injusto. Ella lo había conocido porque yo me tomé el trabajo de llevarla al lugar adecuado, lo que había representado sacrificar el viernes de un joven sano. Lo había conocido por mí. El segundo jueves después del encuentro en el disco bar, mi tía me dijo en la sobremesa del almuerzo: -Pablo, Esteban te invita a que vayas con él mañana al entrenamiento, en el centro de alto rendimiento. Te agradecería mucho que aceptes. Tardé unos minutos en encajar la noticia, lo que dio tiemplo a mi madre para intervenir: -Estupendo, Pablo. Imagínate, conocer a los mejores nadadores de España y entrenar y nadar con ellos. Cualquier chico te envidiaría. Así que no trasnoches demasiado hoy, para estar fresco por la mañana. No me dieron opción de negarme. A la mañana siguiente, tenía un humor de perros. Mientras esperaba la llegada del Clío, maquiné el modo de molestar a Esteban todo lo que pudiera. Aparte de varias estrategias no muy bien definidas, decidí ponerme el bikini más extravagante y sicalíptico que tenía, que sólo lo había usado una vez durante el viaje de fin de curso anterior, que fuimos a Grecia, donde lo compré en una tienda para turistas. Era una prenda que me dejaba descubierto buena parte del pubis y apenas cubrían la mitad de mis glúteos. Con rayas azul y blanco, el tejido era tan tenue y apretado que me marcaba como si estuviera desnudo, más cuando se mojaba, que se volvía traslúcido. Esteban hizo sonar repetidamente el claxon y antes de darme tiempo de reaccionar, acudieron a mi habitación mi madre y mi tía a urgirme. -Venga, Pablo. No lo hagas esperar, que va a su trabajo. El novio de mi tía no se tomó la molestia de bajar del vehículo para saludar a nadie, ni siquiera me miró al sentarme a su lado. Arrancó en silencio. Descolocado, yo no sabía qué hacer. Le miré de reojo. Me pareció peligroso que condujera con sandalias playeras; vestía un pantalón corto demasiado corto, un vaquero seguramente rasgado por él, deshilachado y casi en las ingles, con aquel bulto que parecía pugnar por salir por la pernera; deduje que ese había sido el motivo para no salir del coche a saludar a mi familia y recibirme; le daría vergüenza mostrarse de esa guisa, a pesar de su desvergüenza. Lucía unas piernas de las que seguramente se sentía muy orgulloso, con los muslos medianamente peludos y muy voluminosos, y pantorrillas propias de culturistas inflados de esteroides. Se abría de piernas más de lo lógico al conducir, porque era evidente que pasaba la vida exhibiéndose. Noté que llevaba una camiseta aun más apretada y escotada que la del disco bar. No podía soportar tanto exhibicionismo. -¿Llevas de todo para nadar? –me preguntó Esteban. -Sí. Traigo la toalla y el gorro en la bolsa; el bañador ya lo tengo puesto. -Bien. Si te faltara algo, puedo prestarte de todo, cualquier cosa. Tenemos más o menos la misma estatura- mientras lo decía, se rascó los genitales de modo muy vulgar. Tuve la impresión de que trataba de resaltar ese bulto espectacular o, tal vez, acomodar un relleno que usara. De entrada, el local no tenía nada de especial. Parecía la puerta trasera de un escuela cualquiera. Tras un largo pasillo, entramos en una pequeña habitación mitad despacho y mitad almacén. Esteban se quitó la camiseta y el calzón; ya tenía puesto el bañador. -Cuelga tu ropa en aquel gancho. No olvides el gorro y la toalla. ¿Quieres gafas? -Si no son obligatorias, preferiría no usar gafas. Una vez probé y no pude nadar, porque me molestaban. -Bueno, vamos. Al salir del cuchitril, tras una mirada de reojo no pude reprimir el comentario: -No comprendo por qué te metes relleno en la polla. Esteban se limitó a sonreír y sin decir nada, echó a andar. Tensaba ligeramente los hombros, expandidos como si tratara de avasallar, y sus glúteos se balanceaban de un modo que me pareció provocativo. Recorrimos otro pasillo, más corto, para llegar a la nave de la piscina. Había mucho ruido y olía más a macho que a cloro. Eran muchos los jóvenes más un hombre de unos cincuenta años, que jugaban y bromeaban correteando y saltando por una pequeña grada en uno de los costados de la piscina; se echaban los unos sobre los otros y rodaban abrazados como si lucharan, en lo que parecía el capítulo inicial de una película pornográfica de maricones. La escena parecía demasiado pecaminosa para un equipo de deportistas. Al entrar nosotros, todos saludaron ruidosamente a Esteban, lo abrazaron, palparon y palmearon sus nalgas. No advertí que nadie se sorprendiera ni extrañara por el abultamiento imposible del bañador de Esteban, a quien los jóvenes trataban con la confianza y el desparpajo de un compañero más, no un superior. De inmediato, ocho nadadores se colocaron en la cabecera, dispuestos a comenzar el entrenamiento. Fue el hombre mayor, seguramente el entrenador oficial, el que habló: -Esteban, como tenemos competición el domingo, quiero un entrenamiento suave. Estos son la mitad de los que he seleccionado. ¿Estás de acuerdo? -¿Quiénes son los demás? -Aquéllos. -El entrenador señalaba otro grupo de ocho, apoyados en la pared situada tras los que iban a entrenar. Los demás, estaban en las gradas. -Son los que están mejor esta semana; de acuerdo. Entrenaron durante poco más de una hora entre voces estentóreas de Esteban, mientras yo me arrepentía solemnemente de haber aceptado ir. No sólo me aburría sin remedio. Los nadadores tenía más o menos mi edad, pero me di cuenta muy pronto de que no tendría nada que hablar con ninguno de ellos. La cosa mejoró un poco cuando Esteban me dijo por señas que me echara a nadar, puesto que el entrenamiento había acabado. Los que no habían sido seleccionados ni habían, por lo tanto, entrenado, se lanzaron al agua en tromba y yo tras ellos. No pararon de bromear y se tomaban muchas confianzas con Esteban, pues le hacían ahogadillas, le empujaban y me pareció que hasta le metían mano por los genitales, pero no paraban de reír, y Esteban el que más. Cuando Esteban me señaló el reloj, para indicarme que se acercaba la hora de marcharnos, salí de inmediato, con ansia de que se acabara el compromiso. Esteban salió del agua de modo muy exhibicionista, como todo lo que hacía: apoyó los fuertes brazos en el borde de la piscina para empujarse hacia arriba, tensando la notable musculatura que brilló deslumbrante como la de un actor porno. Al emerger con un solo impulso, descubrí que tenía una media trempera. De otro modo, no podría explicarse el volumen del bañador. Esteban notó mi mirada y sonrió con sorna. Viré la cabeza de modo violento, algo ruborizado. -Vamos a la ducha. Fui tras él, porque temía volver a mirarle el bulto y que repitiera su sonrisa irónica. -Tengo ducha propia en mi despacho. La colectiva estará imposible -dijo sin volverse a mirarme. Las nalgas se balanceaban como si pretendiera provocarme. Llamaba pretenciosamente despacho al cuchitril donde nos habíamos desnudado. Tras cerrar la puerta, descorrió una cortina de plástico, tras la que había una amplia ducha sin plato, con el suelo de cemento en ligero declive y una sola alcachofa. -Ve tú primero- dije-. Yo espero. -No, hombre. ¡Qué tontería! Hay sitio para los dos. De ese modo, me alegró la oportunidad de descubrir qué clase de relleno se ponía. Le vi bajarse el bañador de espaldas a mí y lo imité. Inesperadamente, se volvió. -¿De qué clase de relleno hablabas, Pablo? –Esteban tensó la pelvis y me invitó con los ojos a examinarlo. Nunca habría imaginado que existiera una polla así. Era realmente grande, si no se trataba de que estuviera medio empalmado. El grosor junto al pubis era descomunal, seguramente semejante a su bíceps, pero se afinaba progresivamente hasta terminar en un glande aproximadamente normal. Pero nada era normal en ese órgano cuya forma recordaba la punta de una lanza antigua. Ni la longitud desproporcionada ni el laberinto de venas muy prominentes. Sólo había visto porno un par de veces, en casa de un amigo, y aunque no me había fijado en las pollas, consideré que lo de Esteban sería muy valorado por un productor de porno. Mi asombró superó pronto mi desconcierto. No conseguía apartar la mirada de ese pene, preguntándome si era un defecto o un mérito. Incomprensiblemente, sentía ardor en la espalda como si el rubor del rostro se estuviera extendiendo por mi cuerpo, y creí que mi corazón se había detenido aunque mi respiración se estaba volviendo anhelante. Notaba la sonrisa irónica y autosuficiente de Esteban, mostrándose como si posara de stripper ante un auditorio de adoradores. -¿Te importa enjabonarme la espalda por el centro, a donde no llego con las manos? Por suerte, se volvió de espaldas mientras me lo pedía. Creo que volvió a estirar los hombros para impresionarme con un lomo de dibujo de superhéroe y un culo que daba la impresión de ser levantado voluntariamente para exhibirlo todo lo posible. Como un robot, comencé a untarle gel sin atreverme a llegar ni a la cintura. El culo era tan redondo, prominente y escultural, que me negaba a contemplarlo. -Después de que nos sequemos –dijo Esteban-, tenemos que darnos crema hidratante, para contrarrestar el cloro, que aquí es demasiado. Yo te lo doy a ti y tú a mí. Eso no podía ocurrir. Y si no podía evitarlo, antes, yo necesitaba explicarme a mí mismo lo que me estaba sucediendo. Lo que pasaba en mi cuerpo y en mis caderas era completamente desconocido, no recordaba nada igual en toda mi vida. ¿Podía haber algo misterioso en mi antipatía por Esteban? ¿Se trataría de miedo? Porque miedo era lo más parecido que recordaba a lo que en esos momentos estaba sintiendo. Miedo, también, a experimentar una erección, puesto que presentía que podía sucederme, inexplicablemente. Apreté mis labios en un rictus, mientras Esteban volvía la cara hacia mí, diciéndome: -Tienes un físico fenomenal. ¿Qué haces? Tardé largos segundos en responder. No quería que Esteban fuese amable conmigo. -Bicicleta y zumba. Y voy a veces al parque, donde unos brasileños me enseñan capoeira. -Huy, ¡qué bien! Algún día, me gustaría ir contigo al parque, si no te importa. Ni pensarlo. Yo no podía a volver a tener ningún momento de intimidad con ese tipo. Tenía que encontrar un pretexto para secarme y echar a correr en seguida, antes de que planteara untarnos la crema hidratante. Pero esa posibilidad no se le pasaba por la cabeza. Esteban se puso a secarme por detrás, como si yo fuera un niño, mientras me decía: -Creo que, siguiendo algunos consejos, puedes desarrollar un cuerpo diez. Tienes base de sobra, pero hay que equilibrar mejor las proporciones. Necesitas un poquito de hombros y gemelos. Y mejorar los abdominales, que están muy bien, pero se nota que podrías superarte con el entrenamiento apropiado. Si te apetece, yo te enseñaría cómo lograr todo eso. --Esteban, yo soy mucho más joven que tú y no tenemos nada que ver. Tú te dedicas… a esto, que es lo menos parecido a mi futuro de informático. -¿De qué hablas? Nada se opone a que seamos amigos y lo pasemos bien juntos. -¿Bien juntos… tú y yo? ¡Vamos! -Bueno, pues si no quieres, que sea como te parezca. Ahora ven aquí, a esta mesilla, que voy a darte la crema, para que no vayas a reclamarme dentro de una semana que tienes la piel como papel de estraza. Vamos. Me condujo casi forzado, agarrándome muy fuerte y autoritariamente del brazo. Me tumbó boca abajo con algo de brusquedad y de inmediato, como si quisiera negarme la posibilidad de rebelarme, me echó crema muy abundante por la espalda, el culo y las piernas, hasta cerca de los talones. Por la rotundidad y fuerza de sus ademanes, noté que estaba empeñado en vencer todas mis resistencias… en vencer mi hostilidad. Echó tanta crema por todo mi cuerpo, que temí que se derramase si me movía tratando de ponerme de lado para incorporarme. En seguida, comenzó a frotarme los pies. Jamás me habían masajeado los pies, por lo que al principio creí que se trataba de cosquillas, pero de pronto concluí que era muy placentero, aunque no quería que nada que Esteban hiciera me produjese placer. Bastaron tres o cuatro minutos para rendirme. Ya no se trataba sólo de la llegada de un bienestar imprevisto, sino que tenía unas inesperada y perturbadora erección, que resolví no exhibir. ¿Cómo podía estar pasándome eso? Me resistiría con todas mis fuerzas y hasta con tarascadas sí él trataba de girarme boca arriba. Entonces, tras masajearme las piernas de un modo experto pero rápido, se dedicó despaciosamente a mi culo. Luego de apretar los glúteos con reiteración, echó un chorro de crema entre ellos, mientras me pasaba el puño por el perineo un poco fuerte y, a continuación, deslizaba una y otra vez los dedos por mi ano de un modo demasiado audaz. Pero no protesté porque ello me obligaría a medio incorporarme, con lo que él descubriría que estaba empalmado. Me estaba venciendo, pues había abandonado el deseo de debatirme. El seguía, pero ya no untando crema, sino masajeándome con fuerza y concentración. Sentí en ocasiones que me caía encima una gota de su sudor. Movía las palmas de las manos arriba y abajo de mi espalda, llegando hasta los glúteos donde siempre lentificaba los movimientos hasta convertirlos prácticamente en caricias, y luego subía dándome suaves tarascadas con las dos manos, casi pellizcos, que me hicieron erizar los vellos varias veces; también se me habían erizado los pezones por primera vez, que yo recordara. Estuve repetidamente a punto de reventar, y tenía que contraer los músculos para evitarlo, pero con el traqueteo, las pasadas insistentes de las manos resbalosas, los dedos deslizados furtivamente por mi ano y mi inexperiencia, de pronto ocurrió lo más impropio y desconcertante. Experimenté un orgasmo junto con convulsiones de mi espalda y mis muslos. Fue el más perturbador que recordaba, ya que parecía no acabar nunca, lo que seguramente se debía a mi posición, con el pene apretujado entre mi vientre y la toalla. Quería hundirme en la mesa, traspasarla con objeto de huir, desaparecer. Cuando recuperé la razón, me di cuenta de que él había detenido las manos. Tras varios minutos en silencio, escuché: -¿Ha estado bien? Callé, más avergonzado que extrañado. -He notado que te corrías, lo que es muy lógico, con tu edad y tu vigor… No preveía que tardaras tan poco. -¿No preveías? ¿Sabías que iba a pasar? -Pues claro. No soy tan joven como tú. Tengo experiencia. -¿Tienes experiencia? ¿Se lo haces a todos los nadadores? -No te pongas borde, Pablo. Quiero que nos llevemos bien. -Tú y yo no tenemos que llevarnos de ninguna manera. Cuando me dejes en mi casa, será un adiós para siempre. -Que te crees tú eso. ¿Has vuelto a empalmarte? Callé. Me ardían las mejillas. De nuevo no podía alzarme, porque la erección regresó, una vez que él había reanudado el masaje, esta vez de un modo declaradamente erótico, puesto que posaba el dedo entre mis glúteos ya no tan fugazmente, mientas la otra mano me palpaba por todos lados, inclusive el escroto. -Si te has empalmado ya, quiero vértela, hazme el favor. Me giré despacio, con las mejillas encendidas. Jamás habría aceptado mostrar mi trempera a un tío, pero sentía una especie de desafío, como si de pronto quisiera demostrarle que no tenía demasiado que envidiarle. -¡Qué bonita! –dijo Esteban, acabando de llevarme a la estupefacción. -Bonita, qué va. ¿Has visto muchas? -Por supuesto, las de todos esos -se refería a los nadadores, cuyas voces y exclamaciones oíamos no demasiado cerca- y algunas más. Por lo tanto, tengo con qué compararte. La tuya está muy bien de tamaño, pero lo mejor es que es recta como un lápiz y muy bien proporcionada. No como la mía, que no me gusta nada. Esta afirmación me agradó, porque eran los atributos lo que más me acomplejaba de él. -¿No te gusta tu polla? Pues yo creo que es como para ponerla en un museo de los fenómenos mundiales. Debió de parecerle un elogio, porque dijo: -¿De veras? Pues me crea problemas muchas veces. Tengo que controlarme con las tías, porque si voy muy al fondo, se quejan. -¿Con las tías? ¿Y con los tíos? -Nunca he follado a un tío. -¡Ah! ¿No? -Me va más que me follen. No me lo podía creer. ¿De qué iba ese majareta? -No comprendo. ¿Por qué sales con mi tía? No vayas a hacerle daño o te la verás conmigo. -No hombre. Marta me gusta muchísimo y voy en serio con ella. -Entonces, no comprendo nada. En vez de responderme, se puso a masajearme el pecho y el vientre de modo algo apresurado, pero acarició mis pezones con mayor lentitud y muchas pasadas en círculo, y se detuvo en mi pene enhiesto, abrazándolo con las dos manos, apretando un poco en la base, junto a los testículos. No lo rechacé, esperando a ver. -Mira, Pablo. Hay cosas que irás aprendiendo con el tiempo, porque también eres un tío muy atractivo y lo serás más cuando madures un poco. Cuando uno nota que todos y todas desean tocarte y hacer algo contigo, es imposible pasarte la vida negándote perpetuamente. A mí me entusiasman las mujeres, sobre todo Marta, pero hay cosas que Marta no podrá hacer nunca; es que una vez que pruebas correrte con una polla dentro, nunca lo olvidas. -¿Estás tratando de convencerme de que te deje follarme? La idea de que tratara de forzarme me horrorizó. Esa polla descomunal me destrozaría y él tenía fuerza suficiente para inmovilizarme -No, Pablo. Quiero que me folles tú. En realidad, tú me gustaste desde el día que te conocí en el bar y fuiste una de las razones por las que cedí al coqueteo de Marta, y ahora confirmo que tuve buen ojo contigo. Nunca me había gustado tanto un hombre de entrada, te lo juro; he tenido que maquinar esto de acompañarme a la piscina casi desde el día que nos conocimos, porque me di cuenta en seguida de que te caía mal. También me gusta tu tía, por supuesto. Es jodido, pero tendréis que compartirme, porque os quiero a los dos. Es más, creo que me casaré con ella. -No consigo comprenderte. -Cállate- me dijo mientras se aupaba a la mesa y se ponía a horcajadas sobre mi vientre. Sin la menor dificultad ni gesticular, se introdujo mi polla de una sentada. Para mí fue como si se produjera un relámpago en una tormenta telúrica. Ya había tenido sexo con varias compañeras, pero el interior de Esteban era diferente. Había fuego, intensidad y estrechez, como si una inundación de tibio terciopelo celestial acariciase mi pene. Tuve que cerrar los ojos, para no mirar a Esteban, quien sí me miraba fijamente. -No aprietes los párpados, por favor, Pablo. Deseo ardientemente verte gozar. Bastará sentir tu orgasmo para que se produzca el mío de inmediato y ese orgasmo será el regalo que te haga para que dejes de tratarme como si quisieras matarme. Abrí lentamente los ojos. La lanza de su vientre apuntaba rígida hacia su pecho llegando unos tres centímetros más arriba del ombligo; era todavía más descomunal de lo que me había parecido fláccida. Decidí tratar de averiguar en internet si las características de esa polla eran tan desusadas como me lo parecían. Su cuerpo era menos longuilíneo que el mío, más macizo, pero no aprecié grasa por ninguna parte. Resultaba algo más voluminoso que un danzarín pero más estilizado que un culturista de los de las revistas norteamericanas. Con el sube y baja, nada se movía de su sitio, sólo su boca que alternativamente sonreía y jadeaba. Era un cuerpo en sazón, estupendamente formado, con pectorales bien proporcionados y sin las exageraciones del culturismo. Decidí que podía experimentar admiración y hasta un poco de envidia, lo que se impregnaba de un ansia de posesión que debía de parecerse al deseo. Uno de mis maestros, el de filosofía, afirmaba que la envidia es siempre deseo de poseer lo del otro. De pronto, caí en la cuenta de que todo estaba bien, que no ocurría nada que fuese a ocasionar un terremoto y que yo iba camino de tener un segundo orgasmo en menos de una hora. Si alguien me hubiera avisado de que me podía pasar, le habría llamado demente. Iba a correrme, y Esteban se dio cuenta. -No querría halagarte más de la cuenta, pero eres un campeón, Pablo. Este va a ser el comienzo de una gran amistad. No protesté por ese anuncio. Ya sentía las ondas del orgasmo recorrer mi espalda y mi vientre, y llegar entre palpitaciones a mis genitales, que explotaron como cuando había estado aprisionado contra la toalla, pero de modo aun más arrebatador, como si una aspiradora dentro de su cuerpo me estuviera sorbiendo . Esteban paró el sube y baja, pero no se salió; sólo se acarició un poco el pecho, apretándose los pezones. Permaneció con mi pene dentro, sintiendo las sacudidas y los chorros de mi semen, y sonriendo con ternura, mientras mi asombro crecía cuando, casi al unísono, un surtidor blanco brotó abundante e interminable de su polla, regándome todo el pecho hasta el cuello y causando un pequeño lago entre mis pectorales y mis abdominales, pero no me dio asco, para aumentar mi pasmo. Habían desaparecido mis cortapisas y ni siquiera me hice reproches sobre mi propio porvenir. Todo estaba demasiado bien.