sábado, 9 de junio de 2018

CUENTOS DEL AMOR VIRIL L. Melero DOS POLICÍAS VENEZOLANOS

DOS POLICÍAS VENEZOLANOS Leo no se sentía bien en Caracas; la empresa le había exigido residir ese año en el extranjero “como un sacrificio por nuestro futuro en Hispanoamérica”… y sí que constituía un sacrifico. Eran excesivas las incomodidades. Resultaban difíciles de conseguir hasta los artículos de consumo más comunes, ni siquiera había papas en los supermercados, todos hablaban de antaño como del paraíso (aunque Leo había leído que también se daban entonces dramáticas desigualdades y mucha corrupción), se sentía en peligro en casi toda la ciudad, y todos se mostraban empeñados en parecer hostiles y maleducados con quien tuviera acento foráneo. Había perdido la cuenta del tiempo que llevaba sin desahogarse sexualmente, porque nadie le apetecía. No había sentido aún esa especie de descarga eléctrica que ocurre cuando, al estar frente a frente, uno sabe que lo desea. Y, además, había notado cuánto alardeaban de tamaños increíbles; desconfiaba de la petulancia y en el caso de que las descripciones de superdotaciones fueran ciertas, no estaba seguro de que pudieran atraerle.
Él no padecía el desabastecimiento, porque la empresa le proporcionaba cuanto necesitaba, trayéndolo de Colombia principalmente, y muchas especialidades de España. Le habían descrito la inmensidad de la riqueza que llegaba al país en el pasado, en especial inmediatamente después de la crisis del petróleo de 1973, pero todo había sido dilapidado y seguían dilapidando. La peligrosidad la prevenía su empresa contratando un acompañante cuando Leo quería salir de noche, tuviera lo que tuviera que hacer, y por tan incómoda compañía eludía los sitios demasiado caracterizados que pudieran delatarlo, aunque tales acompañantes solían sobarse los genitales con frecuencia y descaro, haciendo notar volúmenes aterradores por inconcebibles. En cuanto a los complejos “nacionalistas” de la gente corriente, nada que no fuera buena educación podía contrarrestarlos. La mayoría de las pieles eran cetrinas, lo que constituía una barrera psicológica. Permanecía en forzada e indeseada castidad, pero añoraba derretirse en un orgasmo. No acababa de decidir si alguien le gustaba. Los hombres siempre eran jactanciosos de superdotación y según los estudios de mercado, demasiado acomplejadamente machistas; incluyendo a los jóvenes. Por lo visto un poco de soslayo en los vestuarios del gimnasio, ninguno presentaba bajo la cintura señales de haber tomado sol en la playa, por lo que supuso que o bien nadaban desnudos, o su piel era naturalmente demasiado tostada para que se notaran esas señales. En tales momentos, ellos parecían estimularse voluntariamente para exhibir penes monstruosos. La mayoría de los que coincidían en la gran ducha colectiva al mismo tiempo que él, empujaban las caderas hacia adelante para resaltar sus volúmenes, que sí eran bastante rollizos por término medio, comparados con la generalidad de lo que había visto en otros países; le producía inquietud imaginarlos erectos. Era imposible no fijarse, no sólo por los tamaños, notables siempre, sino porque ellos se mostraban presuntuosos aunque ninguno podía ser considerado excepcional dada la dotación común.
A Leo no le bastaba el tamaño o la sensualidad de ningún atributo, le atraía el conjunto y tendía a fijarse en las personalidades y actitudes más de lo necesario cuando se busca sólo placer. Mas la frecuente exposición de falos en el gimnasio era un mercado de flores, con una competencia impresionante de capullos, exposición de la que era difícil sustraerse por el descaro exhibicionista colectivo. Resultaba perturbador para Leo observar algunas veces que dos de ellos, que habían alcanzado erección con el manoseo bajo la ducha, se iban retirando disimuladamente hacia los ángulos más discretos, de donde salían al poco con el mismo disimulo, pero con los penes medio erectos todavía y goteando. Nadie se recataba ni demostraba temer que pudieran pensar prejuiciosamente. Les daba lo mismo; a Leo le habían comentado en ocasiones varios venezolanos de la empresa que los penes no tienen ojos y hay que darles gusto. El gimnasio era caro para los niveles económicos locales, por lo que todos debían de ser de clases acomodadas. Aunque era obvio el deseo de ser admirados, Leo temía que si miraba contemplando descaradamente sus órganos, podía encontrarse con problemas, ante un reproche a gritos de alguien que fingiera sentirse ofendido o se ofendiera de verdad. Nunca permitió que sus ojos se soldaran a tales atributos, por lo que las miradas esquinadas no le pudieron confirmar si las exageradas dimensiones eran naturales y no solamente producto de tan reiterados, deliberados y lúbricos tocamientos durante el enjabonado. Usualmente, la mayoría de ellos se enjabonaban muy lentamente la entrepierna y el culo. Aparentaban naturalidad e indiferencia, pero Leo notaba que había verdadero recreo erótico exhibicionista en los tocamientos. Con remordimiento, reconocía que no le gustaba el país y nunca podría mencionarlo con agrado cuando volviera a España. Cuando se veía obligado a realizar viajes en coche, tropezaba casi siempre con una de las muchas salvedades de Venezuela: encontraba puntos de control como si fueran de frontera, pero en cualquier lugar, sin que pudiera vislumbrarse la proximidad de cualquier línea divisoria territorial. A esos puestos de control los llamaba alcabalas, un nombre muy antiguo castellano.
Fue mandado parar en una alcabala un día que viajaba con prisas hacia Puerto La Cruz. Conducía un coche algo ostentoso para la situación del país, un Malibú deportivo de Chevrolet. El que le hizo la señal de que parara era un joven de no más de veintisiete años; le indicó que saliera del coche. La empresa y los compañeros que antes habían tenido el mismo destino provisional que ahora Leo tenía, le habían advertido contra el trato de los policías. Asombrosamente, aseguraban que muchos de los agentes eran analfabetos funcionales y les pagaban tan mal, que ellos aprovechaban todas las ocasiones de ser “untados”. En una oportunidad, conduciendo por Caracas, paró ante un semáforo en rojo, pero al frenar quedó unos centímetros por encima de la línea que marcaba el paso de peatones. Se le acercó un policía y en vez de saludar ni pedirle aún los documentos, dijo: -Ciudadano, ha cometido usted la infracción de parar sobre la línea continua de paso. ¿Es consciente usted de que puedo detenerlo y podría pasarse hasta setenta y dos horas en el puesto policial? La empresa le había dicho lo que tenía que hacer en esos casos, pero él era español, donde había que tomarse a los policías en serio. Debía preparar los documentos, metiendo entre ellos un billete de cincuenta bolívares, y así lo hizo. Con el corazón alborotado por el miedo y mano temblorosa, entregó los documentos cuando el policía se los pidió. Este sonrió al encontrar el billete, asintió y le permitió continuar sin más, pero Leo tardó horas en recuperar el pulso. . Ahora, mientras bajaba del coche en la alcabala, se preguntaba cómo realizar disimuladamente un soborno semejante, de pie y a la vista de los demás policías, situados a escasa distancia.. En vez del gesto adusto que esperaba, se encontró con una sonrisa luminosa, espléndida, con una dentadura aceptable. Antes de hablarle, el joven uniformado se ajustó, despacio, los genitales en el pantalón, recreándose en su volumen desmesurado y llamativo, y palpándose con clara intención de que lo observase. El español no hallaba lógico que se marcara tan prominentemente el bulto en el pantalón de lo que debía ser un anodino uniforme, pero lo que sobaba el joven aparecía con precisión propia de la desnudez, marcándose bien el glande y hasta las venas. Desvió la mirada para evitar que sospechasen de su interés, pero descubrió que los demás policías presentes, de diferentes edades, estaban sobándose igualmente la entrepierna con sonrisas muy libidinosas y los ojos fijos en él. No les gustaban los calzoncillos, pues un par de ellos tenían algún botón de la bragueta desabrochado, por donde se podían apreciar partes de las pelambreras aunque les mirase de pasada. Todos exhibían orgullosamente lo que a Leo le pareció erecciones gigantescas, y se restregaban con expresiones incitadoras y lametones de labios. Asombrado, notó que uno presentaba una mancha circular de humedad muy reciente bajo el abultamiento del glande. Leo evocó una película fetichista pornogay vista en Nueva York.
¿Sería posible que esos policías estuvieran sugiriéndose, como parecía? Olía a semen, como si hubiesen estado masturbándose antes de que él llegara. El que lo había detenido le preguntó, encendiendo aún más su sonrisa: -¿A dónde se dirige? -A Puerto La Cruz. -¿Sí? ¡Ojalá pudiera yo acompañarle, para nadar por Playa Colorada o por ahí! Le prometo que usted iba a pasárselo de maravilla –mientras hablaba, volvió a sobarse el pene, estirándolo hacia abajo-.Tenga usted cuidado con las picudas, y conduzca con cuidado. Que se lo pase usted muy bien. Nada más. Leo se sintió anonadado; su alerta había dado paso al agradecimiento por la simpatía del joven, adobado todo con la sorprendente exhibición fálica. Decidió tratar de comprender el porqué de la amabilidad del joven, tan poco frecuente. -¿Es de por aquí, agente? -¿Yo? No, soy de Barquisimeto. Estoy destinado aquí provisionalmente pero he solicitado que me manden a Caracas, porque mi esposa vive en La Guaira. Agradado por el trato, Leo tuvo la ocurrencia de decir: -Aquí tiene mi tarjeta. Si le destinan a Caracas antes de ocho meses, que es el tiempo que me queda de estar en Venezuela, llámeme para invitarle a comer… o algo. Notó que el policía sonreía con satisfacción mientras se guardaba la tarjeta cuidadosamente en la cartera.
Pasados cinco meses desde el viaje a Puerto La Cruz, le llamó uno diciendo que era Mario. No tenía ni idea de quién se trataba. -Soy el policía de aquella alcabala, ¿se acuerda? Recordó en seguida. -¿Quiere usted que lo invite…? -La pinga, pana. No me hables de usted. Tenemos casi la misma edad, ¿no? Leo apretó los labios. No le gustaba que se tomaran tales licencias sin él autorizarlas previamente. Decidió ignorar el tuteo: -¿Necesita mi ayuda para algo? -Pues sí. Verás… hoy tengo guardia hasta medianoche, y ya no conseguiré transporte para La Guaira... ¿No podría dormir en tu casa? El piso que la empresa le había proporcionado era grande, pero la mayor parte estaba dedicada a un amplio salón, para celebrar cócteles en honor de los clientes que gestionaba. Había varios sofás muy amplios, pero se traba de un dúplex. Aunque el policía se hubiera comportado tan amigablemente, no podía fiarse de su honradez dejándolo solo abajo. En el piso superior, sólo un despacho y su cuarto suite. Aunque se tratara de una cama anchísima, sólo tenía una. -Temo… -Leo dudó-, que sólo hay una cama en mi casa. No sé... -Bueno, si a ti no te importa, yo puedo dormir en tu cama también; imagina, soy policía acostumbrado a cuarteles increíbles, nada me estorba. Leo no supo qué responder. Recordó el volumen insólito de los genitales de ese joven policía. Su mente se llenó de sombras y luces, esperanzas y decepciones. Vivía en un incómodo armario; la incultura bruta de su padre y la mojigata estupidez de su madre lo habían condicionado desde la niñez a tales extremos, que a sus treinta y dos años podía considerarse virgen. No estaba cómodo en el armario, sentía angustia permanente, el miedo era una constante en su vida, la tortura infantil lo había incapacitado para el placer y estaba obligado a tratar de resolverlo antes de que se le “pasara el arroz”, pero creía que el éxito profesional que disfrutaba lo perdería si alguien en la empresa descubría su tendencia sexual. Recibir en su cama a un huésped en calzoncillo, con aquella “posesión” casi descubierta, le produciría angustia. ¿No podrían delatarle las miradas que se le escaparan? Decidió dejar las cosas ocurrir. Le dijo a Mario que esperaría a que llegase, sin más que interesarse por si debía prever comida. -No te preocupes. Habré cenado de sobra en el retén. height="400" data-original-width="600" data-original-height="900" />
A la medianoche, se dio cuenta de que estaba muy cansado por haber tenido un día agitado, pero Mario tardaría todavía en llegar. A la una de la mañana, aún esperaba, ya a punto de caer dormido en el sofá. El timbre sonó a la una cuarenta y cinco. Dio un salto, porque estaba dando una cabezada. Al abrir la puerta, se encontró con que Mario no llegaba solo. Eran dos los policías, de rostros extrañamente semejantes. Adiós a sus sueños, que ni siquiera se había atrevido a definírselos mentalmente. No le asombró el parecido, pues siendo como eran los venezolanos mayoritariamente mestizos, solía tener dificultades para diferenciar las caras. A lo mejor esos dos no eran tan parecidos. -Perdona Leo. He tenido que traer a mi hermano, que tiene el mismo problema, porque también vive en La Guaira... Si había decidido no ceder toda la planta inferior a uno solo, menos se la iba a ceder a los dos. Estaba a punto de enojarse, lo que tal vez fue evitado por el cansancio que sentía. -No te hagas problemas por nosotros –prosiguió Mario-. Somos gemelos y estamos acostumbrados a dormir casi uno encima del otro desde niños. Podemos acomodarnos los dos en el espacio que hayas previsto cederme en tu cama. Los precedió hasta arriba. Al entrar en el cuarto, Mario silbó. -¡La pinga! Esto no es una cama… es un piscina olímpica. Leo sonrió sin mucho entusiasmo. -¿Podemos ducharnos? Bastó un leve asentimiento para que los dos se despojaran del uniforme de inmediato, en el mismo instante, delante de él. -La tela de los uniformes es infernal –dijo el hermano de Mario, llamado Rodrigo, estirándose de modo ostentoso el pene medio erecto -. Cuando sudas, se vuelve de cartón piedra. Qué placer estar en bolas. Gracias, pavo, eres más que… maravilloso, más de lo que me dijo mi hermano. Leo no quería mirar, pero no podía evitarlo, porque ninguno se recataba. Los genitales de Mario eran más voluminosos de lo que parecían bajo el uniforme, al menos un cincuenta por ciento mayores que los suyos, calculó Leo. El de su hermano, bastante más. La parte de indio del mestizaje venezolano les hacía casi lampiños. Los dos policías tan parecidos, tenían sólo un poco de vello en el pecho, los antebrazos y las piernas. Nunca había visto Leo en la playa a un venezolano cuyos músculos se definieran con claridad; suponía que también por la herencia india. Los hermanos Mario y Rodrigo eran grandes sin ser gordos, un poco más altos que él y hombros adecuados a su tamaño, pero los muslos eran extraordinariamente robustos. Parecían orgullosos de exhibirse, tanto que Leo notó que adelantaban las caderas y movían la cintura, para balancear los pesados badajos. Como si siguieran mentalmente el ritmo de una música de salsa, bailaron y evolucionaron retardaron la exposición unos minutos todavía cerca de la cama sin objeto aparente, y no se dieron prisa por entrar contoneándose en el baño, adonde fueron juntos. Dejaron la puerta abierta y en cuanto comenzó a sonar el agua, empezaron a reír de modo escandaloso y sin parar. Leo tenía tanto sueño, que al recostarse para esperarlos, se quedó dormido. Despertó sobresaltado. Uno al lado del otro, de pie, completamente desnudos y goteando todavía, Mario le sacudía el hombro. Notó que Rodrigo se sobaba el pene ya erecto y monumental. -Oye, pana, gracias –dijo Mario-. No quería molestarte. Duérmete tranquilo, que tienes dos guardaespaldas. Nos vamos a acostar y es posible que nos despertemos antes que tú, porque tenemos servicio a las siete de la mañana. Leo notó más que vio que se metían en la cama por el otro lado. Volvió a dormirse. Más tarde, sintió con un nuevo sobresalto un crujido y un leve traqueteo. Casi en duermevela, estuvo a punto de maldecir porque aunque no recordaba el sueño, sabía que era muy agradable. En el primer momento se preguntó si habría un temblor de tierra, cosa nada infrecuente, pero ladeó la cabeza hacia los hermanos y creyó por un instante que soñaba todavía. Mario estaba sentado encima de su hermano, este acomodado contra el cabecero; se movían al unísono, pero con cauteloso cuidado. Leo comprendió que Rodrigo penetraba a su gemelo, cuya expresión era de éxtasis aun visto de perfil. Como si hubiera presentido que Leo despertaba, aunque no miró su cara, Rodrigo le tocó el hombro. -¿Quieres tú también? –preguntó. Impresionado, Leo había enmudecido. -No, Rodrigo; deja que se la meta yo primero–dijo Mario-, que tu pinga no podrá aguantarla al principio. Ven Leo, ¿no quieres mi amor? Leo negó con la cabeza, aunque no con demasiada energía. -Por lo menos, ven a que te devuelva el favor. Ponte aquí. Señaló el espacio entre sus piernas. Como un autómata, Leo se dispuso a obedecer. Todo el tiempo que llevaba en Venezuela había evitado las tentaciones y no recurrió jamás a los servicios de un escort; se consideraba demasiado joven y lo suficientemente atractivo como para no necesitarlo. Le habían hablado de la sensualidad desinhibida de los venezolanos, característica que ya había confirmado con estupor. En un par de ocasiones, estando en locales públicos, contempló con ternura los achuchones y besos de una pareja hetero joven; en los dos casos, notó que los hombres le hacían señas disimuladas a espaldas de ellas. Las dos veces, necesitó ir al urinario, y en ambas se encontró con que el hombre en cuestión entraba en seguida tras él; en las dos ocasiones se colocaron en el orinal contiguo, exhibiendo con descaro sus miembros endurecidos, pero nunca llegó Leo a observar más que de reojo. Aunque los dos le miraron clara e incitadoramente, ninguno habló, pero en ambas ocasiones quedó claro que querían seducirlo, esperando que él tomara la iniciativa, cosa que nunca sucedió.
Por consiguiente, todavía no había probado la pregonada sensualidad, cosa que tampoco creía que llegase a desear. Ahora, Mario acompañó la indicación con un tirón de su brazo derecho, forzándolo a situarse en el lugar indicado. En seguida, el policía engulló su pene, pillando a Leo por sorpresa aunque debía haberlo visto venir. Rodrigo adelantó las manos entre los costados de su hermano, y acarició el pecho y el vientre de Leo con gran conocimiento. Leo sintió la erección de su abstinencia de varios meses como si fuese un efecto desconocido. Se trataba de la erección más poderosa que recordaba de los años recientes, como si hubiera vuelto a la adolescencia. La sabiduría de Mario no podía haberla previsto; jamás habría esperado que esa boca y esa lengua fuesen tan placenteras. Y tampoco la experiencia de Rodrigo. Como si hubiera estudiado anatomía de manera rigurosa, pulsaba todos los resortes de su pecho y hombros que él conocía, y muchos que no conocía. Visto desde arriba, el miembro dc Mario parecía a punto de reventar; no imaginaba que nadie que estuviera siendo penetrado por algo tan grande como el descomunal pene de Rodrigo pudiera mantener una erección tan vigorosa. Tenía que estar muy acostumbrado; probablemente, los gemelos llevaban haciéndolo desde la adolescencia o antes. No observaba en Mario el menor gesto de dolor o molestia por la voluminosa herramienta de su hermano, que era tremenda. Todo lo contrario; exclamaba expresiones de agradecimiento a Rodrigo, y la caricia que ahora Leo recibía de él era muy entusiasta, como si quisiera demostrarle innecesariamente su gratitud. Murmuraba sin parar: -Dale, hermano… te adoro… me matas, me das la vida… Rodrigo dijo en tono algo displicente: -No podemos olvidarnos de Leo… que es lo mejor que nunca me has ofrecido, hermano. ¿Ofrecido? Leo no comprendió la frase. -Ponte de pie y gírate –le pidió Mario.
Ahora sí que no tenía ni idea de lo que iba a pasar. Mario asió sus caderas y Leo comenzó a sentir algo húmedo que se agitaba junto a su ano. De momento, no comprendió; sólo después de varios minutos se dio cuenta de que se trataba de la lengua de Mario, porque sintió también la presión de sus labios y los bufidos de la nariz sobre su glúteo derecho. La lengua de Mario le estaba penetrando, produciéndole sensaciones imprevistas, jamás experimentadas. Por momentos, la lengua se endurecía como si fuera otra cosa, y avanzaba poco a poco. Leo lo había visto hacer en películas porno, pero creía que se trataba de eso, sólo de porno; que nadie haría eso en la vida real. La placentera invasión duraba mucho, cuando oyó a Rodrigo: -Mario, ya lo tienes. Seguro que ahora entra. Tenía que haberse convertido en un autómata, consideró Leo, porque Mario lo atrajo hacia sí, le hizo girar, lo obligó a ponerse en cuclillas y lo ensartó sin demasiada dificultad. El dolor momentáneo pudo obligar a Leo a saltar, pero además de que Mario lo aferraba como si fuera un trofeo, Leo no deseaba huir. Notaba que Mario permanecía ensartado por su hermano, por lo que le pareció prodigioso el empuje que empleaba con él. Su experiencia de ser penetrado era muy escasa y no anticipaba poder gozar con ello, pero Mario, adivinando el dolor, le estaba masturbando de un modo apremiante, convulsivo, como si tuviera prisa, y de modo muy placentero. Rodrigo volvió a intervenir: -Ya… Déjamelo a mí, hermano. No creo que vaya a hacerle daño. Manejado como si fuese un pelele, lo atravesaron en la cama. En seguida, Mario, de pie, le ofreció el pene obligándolo a forzar los labios. Al mismo tiempo, Rodrigo cayó sobre él y lo invadió de un solo golpe. Ahora sí, el dolor fue extraordinario. Sentía los tobillos de Rodrigo apretando sus caderas, por lo que dedujo que estaba en cuclillas sobre su cuerpo para facilitar la penetración. No podía rebullirse por la presión de ambos y de inmediato notó las manos acariciándolo. Debían de ser las de Rodrigo, que tanto conocimiento había evidenciado poco antes, porque le tocaba como si fuera un quiropráctico o un experto digitopuntor, palpando, acariciando y apretando puntos que le hacían olvidar el dolor y que, al contrario, le producían placer. Ese chico parecía haber ido a una escuela sexual; su sabiduría no era natural. De modo insólito, cuando Leo cerraba los ojos veía luces de colores y llegó al convencimiento de que olía perfumes prodigiosos. Como si hubiera sido embrujado, Venezuela ya no era un lugar hostil sino amorosamente acogedor. ¿Qué le estaba pasando? Los gemelos se comunicaban sin apenas hablar; debían de haber desarrollado un código de gestos y ademanes que les bastaba. Por sentirse cansado, Leo escupió el pene de Mario: Al instante, Rodrigo cesó. -Pavo –dijo Rodrigo-, deja que te besemos. En este momento, eres la persona que más amamos en el mundo. Ven, ponte aquí. Recostado de nuevo sobre el cabecero, Rodrigo señaló su pecho. Leo obedeció, pero con ganas de dormir. De inmediato, Mario se recostó también, pegado a él. Ambos hermanos condujeron sus manos para que Leo tomara simultáneamente sus penes, empezaron a gemir y a exclamar frases apasionadas, y se pusieron a besarlo al mismo tiempo. Entre los muchos descubrimientos de esa noche, Leo no había imaginado que tres personas se pudieran besar simultáneamente en los labios de esa manera tan apasionada, y sin parar de gemir.
Trató de calcular las medidas y las diferencias de cada órgano. Extrañamente, sentía mucha vergüenza y por ello no se atrevió a mover las manos para conseguir calcular longitudes y grosores. Las exclamaciones de Mario y Rodrigo continuaron, medio balbuceadas a causa de los besos que no interrumpían, y sus impacientes movimientos de caderas y manos iban aumentando en intensidad y agitación, sin abandonar el beso en ningún momento. De manera inesperada, Leo sintió que sus manos se humedecían casi al unísono, a causa de unos generosos chorros que no cesaban. Hubo una pausa de silencio y quietud, interrumpida por Mario que empezó a chupar y morder suavemente los pezoncillos de Leo, su cuello y orejas, mientras Rodrigo le masturbaba de un modo increíblemente sabio. Cruzaban entre sí apasionados y encendidos elogios a Leo, y gracias por “esta ocasión”. Este despertó cuando ya era de día. Aunque no creía que fuese más de las siete, los dos hermanos se habían marchado. No recordaba nada más desde que experimentara el más arrebatador e intenso placer de su vida. Estaba derrengado, tenía que quedarse un rato en la cama, pero necesitaba ir a orinar. Al extender el brazo para ayudarse a incorporarse, tocó un papel apoyado sobre la almohada. Con sorpresa, notó que era una nota: “Eres maravilloso. Ni sueñes que no volvamos a vernos” Ninguna firma. Sólo un corazón atravesado por una flecha, con tres gotas de sangre cayendo muy juntas. Tras orinar, volvió a dormirse. Los hermosos paisajes venezolanos que había contemplado durante esos meses sin recrearse, surgieron en sus sueños convertidos en el país más hechicero del mundo. ¡Qué curioso!, se dijo a sí mismo en el sueño; de repente, amaba a Venezuela. . CIRIACO ciriacodp@gmail.com

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