CUANDO MI TÍA SE ENAMORÓ
Éramos una familia corriente y tranquila, lo mismo que yo hasta
que mi tía se enamoró.
Tras la muerte de mi abuelo, nos habíamos ido quedando a
vivir con mi abuela de modo no premeditado. Primero, fue la determinación de mi
padre de no dejar sola a su madre recién enviudada. Pero fue pasando el tiempo,
mis hermanos y yo nos matriculamos en colegios cercanos, a mi padre lo trasladó
su empresa por solidaridad a la sucursal más próxima y mi madre descubrió una
tertulia de vecinas que le gustaba mucho, de manera que sin que nadie tomara
claramente la decisión, la enorme casa familiar se convirtió en nuestro
domicilio permanente.
Aparte de nosotros y mi abuela, sólo vivía en la casa la
hermana menor de mi padre, llamada Marta, una hermosa y abnegada mujer de
treinta y cuatro años, que había rechazado una infinidad de proposiciones
amorosas por la determinación de ayudar a su madre a cuidar de su padre.
Muerto el abuelo, todos notábamos que Marta se había quedado
sin objetivos. Era muy evidente su indiferencia, como si hubiese decidido que
no tenía nada que esperar, y también era clamorosamente notable su abandono. No
engordó, porque éramos una familia naturalmente muy esbelta, pero fue
abotargándose un poco, no se maquillaba, dejó de comprar ropa a la moda y se
descuidó el pelo.
Las vecinas que formaban la tertulia de mi madre, todas
casadas, fueran las primeras en alertarnos. Marta había adoptado una actitud muy
depresiva y autodestructiva. El asunto se discutió en nuestras comidas varias
veces durante un par de semanas mientras Marta se encontraba ausente, hasta que
un día me dijo mi madre:
-Pablo, trata de conquistar a tu tía Marta para que salga
contigo a discotecas, bares y por ahí…
-Mamá, tengo diecinueve años. No van a gustarle los sitios
donde voy.
-Sí, es verdad. A ella le agradarán otras cosas. Pero tú
eres el único de la familia que puede intentar ayudarla. Tu hermano Fernando
tiene diez años, tu hermana Paula, catorce. Eres el que más se le aproxima.
Supongo que no toda la gente que vaya a esos sitios que te gustan sea tan joven
como tú. También habrá gente algo mayor…
Mi madre tenía razón. En todos los bares con música que
frecuentaba veía siempre a gente de hasta cuarenta años, y en las discotecas,
algo menos, pero también. No sería imposible que mi tía encontrara a alguien
apropiado. Me costó mucho conseguir que se decidiera. Tuvo que ocurrir una
especie de milagro que tal vez fue provocado; una de las amigas de mi madre nos
pidió alojar a una prima suya de treinta y dos años, que venía a pasar unas vacaciones, ya que a
ella le faltaba sitio en su pequeño piso. Fue acomodada en la habitación vecina
de mi tía, de quien se hizo muy amiga en seguida. La prima de nuestra vecina,
una malagueña jacarandosa y un poco gritona, se puso muy pronto a reprochar a
mi tía su dejadez, insistentemente, de modo que en menos de una semana vimos
con estupor que Marta renovaba su vestuario al completo, la malagueña le enseñó
a maquillarse a la moda y la forzó a ir a la peluquería. Así que un viernes a
mediodía las vimos bajar mientras comíamos, y casi no la reconocimos. No
pasaría inadvertida si iba por la calle.
Marta era muy guapa, muy por encima de lo común, y estaba
“buena” del modo grosero que lo decimos los jóvenes. Junto a mí, podía parecer
que me había ligado a una experta, algo madurita pero muy “potable”. Así que insistí
esa misma tarde en que saliera conmigo. Aceptó no sin renuencia, pero con la
condición de que también viniera su nueva amiga malagueña.
-Viky tiene que venir también. No vamos a dejarla aquí,
sola.
Así que me encontré encarando la noche de viernes escoltado por
dos señoras, presentables pero… que iban a ser un obstáculo muy serio para mis
derrapes y conquistas del fin de semana. Las llevé sin mucho entusiasmo al
disco bar donde anticipé que no todo el mundo sería de mi edad, y así era. Para
mi desconcierto, la entrada de Marta y Viky produjo un impacto que no esperaba.
Ciertamente, era un dúo de mujeres en sazón, muy atractivas y apetecibles.
Crucé el local tras ellas sintiéndome en evidencia, pero afortunadamente nadie
me prestó atención.
No creo que llevásemos más de diez minutos sentados junto a
una mesa cercana a la barra, cuando un tío de unos treinta años sacó a bailar a
la malagueña. En muy pocos minutos, los vi al otro lado del local, morreándose
de modo casi frenético. Entonces, me di cuenta de que otro tío que tampoco
podía tener mucho más de treinta, miraba a mi tía con ganas de comérsela, como
si sopesara sus posibilidades de conquista; me pareció que me lanzaba miradas
asesinas. No me gustó el individuo, era demasiado… todo. Demasiado musculoso,
demasiado apretado en su ropa de ligón, demasiado exhibicionista en sus
pantalones inverosímilmente ajustados y exageradamente abultados por la
entrepierna, en su camiseta casi sin mangas para presumir de bíceps y de
pectorales, demasiado peinado-despeinado y demasiado chulesco con su media
sonrisa de autosuficiencia. Consideré que no podía convenirle a mi tía.
-Ven, Marta. Vamos a bailar –invité con apresuramiento.
Marta estaba mirando disimuladamente a su rondador, por lo
que noté que aceptó mi invitación de no muy buena gana.
Bailamos tres o cuatro lentas y ya había olvidado al
exhibicionista, cuando noté en los ojos de mi tía un brillo como una estrella
fugaz, mirando más allá de mí. Al instante, sentí el cuerpo de un hombre que se
me pegaba por detrás, mientras decía:
-Creo que necesitas a un hombre de verdad, no un imberbe
así.
Aparte de la insolencia de rozar su cuerpo contra el mío y
frotarme descaradamente la voluminosa bragueta, su frase me produjo ira.
-Mi tía no les da bola a chulos como tú –dije sin meditarlo.
-¡Pablo! –reprochó Marta. Tal vez se trataba de un leve regaño
a su sobrino por la falta de tacto, pero a mí me pareció que estaba encandilada
de verdad por el sujeto.
-Disculpe usted, caballero –me dijo él-. No había caído en
la cuenta de que usted es seminarista o un párroco, vaya usted a saber.
A mí me sonó a burla intolerable, pero Marta se echó a reír.
-Así que –continuó el individuo-, con todo respeto le pido que me conceda un
baile con su pareja.
La frase y la situación resultaban tan anacrónicas, que nos
desarmó a los dos. Tras un momento de duda, los tres quietos en medio de la
pista, mi tía me dijo:
-Pablo, voy a bailar con este señor. Ve a tomar algo, por
favor.
El sujeto me sonrió triunfante, me miró un poco desde arriba
estirando su cuerpo como un gallo de corral y me ofreció la mano.
-Me llamo Esteban; gracias.
Ya no se separaron en toda la noche. La situación me había
descolocado tanto, que ni siquiera me preocupé de ligar, aunque no me faltaron
miradas. Viky fue cortejada sucesivamente por cuatro individuos, con cada uno
de los cuales siguió la misma pauta; bailaban unos minutos y a continuación se
iban hacia el fondo, donde se repetía el morreo. Pareció que Viky realizaba un
test. Mi tía simulaba no notar el monstruoso aguijón que la entrepierna de
aquel sujeto le restregaba y no volvió a la mesa en ningún momento, riendo
constante de un modo que debió alegrarme pero me producía ira. Así que solo,
con humor de perros y aburrido, no se me ocurrió más que beber mucho más de lo
que estaba acostumbrado.
Serían las tres y media cuando Marta me sacudió, porque yo
echaba una cabezada.
-Pablo, nos tenemos que ir… ¿estás borracho?
-¡Qué va! –exclamé sin convicción.
Fui a ponerme de pie, pero entonces comprendí que sí que
había bebido más de la cuenta.
-No te preocupes, Marta –dijo Esteban de manera demasiado
posesiva-. Yo os llevo y mañana que venga él por su coche.
De ese modo, me encontré en el asiento trasero de un Clio
que lo menos tenía diez años. Ellos hablaban como si yo hubiera perdido el
conocimiento.
-Es mi sobrino mayor. Yo lo veo hace tiempo como un hombre,
pero seguramente es más adolescente de lo que creía.
-Sí, mujer. Es un crío, por mucha apariencia de machote que
tenga. ¿Estudia?
-Sí. Algo de ordenadores, creo.
-Y tú, ¿a qué te dedicas?
-Hace tiempo que no trabajo. He pasado más de seis años
cuidando de mi padre, que tenía cáncer terminal, y he perdido la costumbre.
Tengo que ponerme al día, porque soy demasiado joven.
-Claro que sí, mujer. Tienes que ponerte las pilas.
Definitivamente, el tío me resultaba vomitivo, con su
lenguaje posado de jovencito y su actitud de consejero, mientras concluía que
seguramente estaba en el paro, porque su coche no había sido lavado en dos
semanas y tenía abollamientos. Estaba haciéndome el dormido, pero con los
párpados no del todo cerrados notaba que Esteban me lanzaba miradas por el
retrovisor, porque seguramente tenía la intención de parar en algún sitio
oscuro y echarse sobre mi tía. Decidí forzarme a no dormir, para estar alerta. Pero
condujo hasta la puerta de mi casa, donde sí que se besaron muy
apasionadamente. Marta me sacudió echando el brazo hacia atrás sin mirarme.
-Vamos, Pablo.
Las siguientes dos semanas representó una tortura sentarme a
comer con la familia. Al principio, de un modo tímido que progresivamente iba
ganando intensidad y entusiasmo, Marta cotorreaba sin parar sobre Esteban.
Había tenido varios récords de natación años atrás, lo que le había impedido obtener un título
universitario, pero ahora, tras una lesión en una rodilla, era ayudante del
entrenador del equipo de natación nacional que preparaba las olimpiadas. Según
Marta, era lo más simpático del mundo, muy popular, y encantaba a la gente. Lo
saludaban por todas partes, tenía carisma y estaba segura de que iba a triunfar
en la vida en cuanto se le quitara la obsesión de la natación. Escuchándola, yo
deducía que estaba deslumbrada por un vago notable, presuntuoso… un mediocre
sin futuro. Un verdadero chulo profesional.
Mi malestar y antipatía resultaron evidentes para todos muy
pronto, a pesar de que yo trataba de disimular. Mi padre me pidió en un par de
ocasiones que fuera más comprensivo con su hermana, pero mi madre era más
directa; me pillaba constantemente para exigirme que hiciera el favor de no ser
tan borde con Esteban, que él representaba una oportunidad para mi tía, que no
parecía mala gente, que su cuñada se había salvado de ser una solterona y que
me estaba ganando el rencor de Marta.
Esto último me preocupó, porque me pareció injusto. Ella lo
había conocido porque yo me tomé el trabajo de llevarla al lugar adecuado, lo
que había representado sacrificar el viernes de un joven sano. Lo había
conocido por mí. El segundo jueves después del encuentro en el disco bar, mi
tía me dijo en la sobremesa del almuerzo:
-Pablo, Esteban te invita a que vayas con él mañana al
entrenamiento, en el centro de alto rendimiento. Te agradecería mucho que
aceptes.
Tardé unos minutos en encajar la noticia, lo que dio tiemplo
a mi madre para intervenir:
-Estupendo, Pablo. Imagínate, conocer a los mejores
nadadores de España y entrenar y nadar con ellos. Cualquier chico te
envidiaría. Así que no trasnoches demasiado hoy, para estar fresco por la
mañana.
No me dieron opción de negarme.
A la mañana siguiente, tenía un humor de perros. Mientras
esperaba la llegada del Clío, maquiné el modo de molestar a Esteban todo lo que
pudiera. Aparte de varias estrategias no muy bien definidas, decidí ponerme el
bikini más extravagante y sicalíptico que tenía, que sólo lo había usado una
vez durante el viaje de fin de curso anterior, que fuimos a Grecia, donde lo
compré en una tienda para turistas. Era una prenda que me dejaba descubierto
buena parte del pubis y apenas cubrían la mitad de mis glúteos. Con rayas azul
y blanco, el tejido era tan tenue y apretado que me marcaba como si estuviera
desnudo, más cuando se mojaba, que se volvía traslúcido.
Esteban hizo sonar repetidamente el claxon y antes de darme
tiempo de reaccionar, acudieron a mi habitación mi madre y mi tía a urgirme.
-Venga, Pablo. No lo hagas esperar, que va a su trabajo.
El novio de mi tía no se tomó la molestia de bajar del
vehículo para saludar a nadie, ni siquiera me miró al sentarme a su lado.
Arrancó en silencio. Descolocado, yo no sabía qué hacer. Le miré de reojo. Me
pareció peligroso que condujera con sandalias playeras; vestía un pantalón
corto demasiado corto, un vaquero seguramente rasgado por él, deshilachado y
casi en las ingles, con aquel bulto que parecía pugnar por salir por la
pernera; deduje que ese había sido el motivo para no salir del coche a saludar
a mi familia y recibirme; le daría vergüenza mostrarse de esa guisa, a pesar de
su desvergüenza. Lucía unas piernas de las que seguramente se sentía muy
orgulloso, con los muslos medianamente peludos
y muy voluminosos, y pantorrillas propias de culturistas inflados de
esteroides. Se abría de piernas más de lo lógico al conducir, porque era
evidente que pasaba la vida exhibiéndose. Noté que llevaba una camiseta aun más
apretada y escotada que la del disco bar. No podía soportar tanto
exhibicionismo.
-¿Llevas de todo para nadar? –me preguntó Esteban.
-Sí. Traigo la toalla y el gorro en la bolsa; el bañador ya
lo tengo puesto.
-Bien. Si te faltara algo, puedo prestarte de todo,
cualquier cosa. Tenemos más o menos la misma estatura- mientras lo decía, se
rascó los genitales de modo muy vulgar. Tuve la impresión de que trataba de
resaltar ese bulto espectacular o, tal vez, acomodar un relleno que usara.
De entrada, el local no tenía nada de especial. Parecía la
puerta trasera de un escuela cualquiera. Tras un largo pasillo, entramos en una
pequeña habitación mitad despacho y mitad almacén. Esteban se quitó la camiseta
y el calzón; ya tenía puesto el bañador.
-Cuelga tu ropa en aquel gancho. No olvides el gorro y la
toalla. ¿Quieres gafas?
-Si no son obligatorias, preferiría no usar gafas. Una vez
probé y no pude nadar, porque me molestaban.
-Bueno, vamos.
Al salir del cuchitril, tras una mirada de reojo no pude
reprimir el comentario:
-No comprendo por qué te metes relleno en la polla.
Esteban se limitó a sonreír y sin decir nada, echó a andar. Tensaba
ligeramente los hombros, expandidos como si tratara de avasallar, y sus glúteos
se balanceaban de un modo que me pareció provocativo. Recorrimos otro pasillo,
más corto, para llegar a la nave de la piscina. Había mucho ruido y olía más a
macho que a cloro. Eran muchos los jóvenes más un hombre de unos cincuenta
años, que jugaban y bromeaban correteando y saltando por una pequeña grada en
uno de los costados de la piscina; se echaban los unos sobre los otros y rodaban
abrazados como si lucharan, en lo que parecía el capítulo inicial de una
película pornográfica de maricones. La escena parecía demasiado pecaminosa para
un equipo de deportistas. Al entrar nosotros, todos saludaron ruidosamente a
Esteban, lo abrazaron, palparon y palmearon sus nalgas. No advertí que nadie se
sorprendiera ni extrañara por el abultamiento imposible del bañador de Esteban,
a quien los jóvenes trataban con la confianza y el desparpajo de un compañero
más, no un superior. De inmediato, ocho nadadores se colocaron en la cabecera,
dispuestos a comenzar el entrenamiento. Fue el hombre mayor, seguramente el
entrenador oficial, el que habló:
-Esteban, como tenemos competición el domingo, quiero un
entrenamiento suave. Estos son la mitad de los que he seleccionado. ¿Estás de
acuerdo?
-¿Quiénes son los demás?
-Aquéllos. -El entrenador señalaba otro grupo de ocho,
apoyados en la pared situada tras los
que iban a entrenar. Los demás, estaban en las gradas.
-Son los que están mejor esta semana; de acuerdo.
Entrenaron durante poco más de una hora entre voces
estentóreas de Esteban, mientras yo me arrepentía solemnemente de haber
aceptado ir. No sólo me aburría sin remedio. Los nadadores tenía más o menos mi
edad, pero me di cuenta muy pronto de que no tendría nada que hablar con
ninguno de ellos. La cosa mejoró un poco cuando Esteban me dijo por señas que
me echara a nadar, puesto que el entrenamiento había acabado. Los que no habían
sido seleccionados ni habían, por lo tanto, entrenado, se lanzaron al agua en tromba
y yo tras ellos. No pararon de bromear y se tomaban muchas confianzas con
Esteban, pues le hacían ahogadillas, le empujaban y me pareció que hasta le
metían mano por los genitales, pero no
paraban de reír, y Esteban el que más.
Cuando Esteban me señaló el reloj, para indicarme que se
acercaba la hora de marcharnos, salí de inmediato, con ansia de que se acabara
el compromiso. Esteban salió del agua de modo muy exhibicionista, como todo lo
que hacía: apoyó los fuertes brazos en el borde de la piscina para empujarse
hacia arriba, tensando la notable musculatura que brilló deslumbrante como la
de un actor porno. Al emerger con un solo impulso, descubrí que tenía una media
trempera. De otro modo, no podría explicarse el volumen del bañador. Esteban
notó mi mirada y sonrió con sorna. Viré la cabeza de modo violento, algo
ruborizado.
-Vamos a la ducha.
Fui tras él, porque temía volver a mirarle el bulto y que
repitiera su sonrisa irónica.
-Tengo ducha propia en mi despacho. La colectiva estará imposible
-dijo sin volverse a mirarme. Las nalgas se balanceaban como si pretendiera
provocarme.
Llamaba pretenciosamente despacho al cuchitril donde nos
habíamos desnudado. Tras cerrar la puerta, descorrió una cortina de
plástico, tras la que había una amplia
ducha sin plato, con el suelo de cemento en
ligero declive y una sola alcachofa.
-Ve tú primero- dije-. Yo espero.
-No, hombre. ¡Qué tontería! Hay sitio para los dos.
De ese modo, me alegró la oportunidad de descubrir qué clase
de relleno se ponía. Le vi bajarse el bañador de espaldas a mí y lo imité.
Inesperadamente, se volvió.
-¿De qué clase de relleno hablabas, Pablo? –Esteban tensó la
pelvis y me invitó con los ojos a examinarlo.
Nunca habría imaginado que existiera una polla así. Era
realmente grande, si no se trataba de que estuviera medio empalmado. El grosor
junto al pubis era descomunal, seguramente semejante a su bíceps, pero se afinaba
progresivamente hasta terminar en un glande aproximadamente normal. Pero nada
era normal en ese órgano cuya forma recordaba la punta de una lanza antigua. Ni
la longitud desproporcionada ni el laberinto de venas muy prominentes. Sólo
había visto porno un par de veces, en casa de un amigo, y aunque no me había
fijado en las pollas, consideré que lo de Esteban sería muy valorado por un
productor de porno. Mi asombró superó pronto mi desconcierto. No conseguía
apartar la mirada de ese pene, preguntándome si era un defecto o un mérito.
Incomprensiblemente, sentía ardor en la espalda como si el rubor del rostro se
estuviera extendiendo por mi cuerpo, y creí que mi corazón se había detenido
aunque mi respiración se estaba volviendo anhelante. Notaba la sonrisa irónica
y autosuficiente de Esteban, mostrándose como si posara de stripper ante un
auditorio de adoradores.
-¿Te importa enjabonarme la espalda por el centro, a donde
no llego con las manos?
Por suerte, se volvió de espaldas mientras me lo pedía. Creo
que volvió a estirar los hombros para impresionarme con un lomo de dibujo de
superhéroe y un culo que daba la impresión de ser levantado voluntariamente
para exhibirlo todo lo posible. Como un
robot, comencé a untarle gel sin atreverme a llegar ni a la cintura. El culo
era tan redondo, prominente y escultural, que me negaba a contemplarlo.
-Después de que nos sequemos –dijo Esteban-, tenemos que
darnos crema hidratante, para contrarrestar el cloro, que aquí es demasiado. Yo
te lo doy a ti y tú a mí.
Eso no podía ocurrir. Y si no podía evitarlo, antes, yo
necesitaba explicarme a mí mismo lo que me estaba sucediendo. Lo que pasaba en
mi cuerpo y en mis caderas era completamente desconocido, no recordaba nada
igual en toda mi vida. ¿Podía haber algo misterioso en mi antipatía por
Esteban? ¿Se trataría de miedo? Porque miedo era lo más parecido que recordaba
a lo que en esos momentos estaba sintiendo. Miedo, también, a experimentar una
erección, puesto que presentía que podía sucederme, inexplicablemente. Apreté
mis labios en un rictus, mientras Esteban volvía la cara hacia mí, diciéndome:
-Tienes un físico fenomenal. ¿Qué haces?
Tardé largos segundos en responder. No quería que Esteban
fuese amable conmigo.
-Bicicleta y zumba. Y voy a veces al parque, donde unos
brasileños me enseñan capoeira.
-Huy, ¡qué bien! Algún día, me gustaría ir contigo al
parque, si no te importa.
Ni pensarlo. Yo no podía a volver a tener ningún momento de
intimidad con ese tipo. Tenía que encontrar un pretexto para secarme y echar a
correr en seguida, antes de que planteara untarnos la crema hidratante. Pero
esa posibilidad no se le pasaba por la cabeza. Esteban se puso a secarme por
detrás, como si yo fuera un niño,
mientras me decía:
-Creo que, siguiendo algunos consejos, puedes desarrollar un
cuerpo diez. Tienes base de sobra, pero hay que equilibrar mejor las
proporciones. Necesitas un poquito de hombros y gemelos. Y mejorar los abdominales, que están
muy bien, pero se nota que podrías superarte con el entrenamiento apropiado. Si
te apetece, yo te enseñaría cómo lograr todo eso.
--Esteban, yo soy mucho más joven que tú y no tenemos nada
que ver. Tú te dedicas… a esto, que es lo menos parecido a mi futuro de
informático.
-¿De qué hablas? Nada se opone a que seamos amigos y lo
pasemos bien juntos.
-¿Bien juntos… tú y yo? ¡Vamos!
-Bueno, pues si no quieres, que sea como te parezca. Ahora
ven aquí, a esta mesilla, que voy a darte la crema, para que no vayas a
reclamarme dentro de una semana que tienes la piel como papel de estraza. Vamos.
Me condujo casi forzado, agarrándome muy fuerte y
autoritariamente del brazo. Me tumbó boca abajo con algo de brusquedad y de
inmediato, como si quisiera negarme la posibilidad de rebelarme, me echó crema
muy abundante por la espalda, el culo y las piernas, hasta cerca de los
talones. Por la rotundidad y fuerza de sus ademanes, noté que estaba empeñado en
vencer todas mis resistencias… en vencer mi hostilidad. Echó tanta crema por
todo mi cuerpo, que temí que se derramase si me movía tratando de ponerme de
lado para incorporarme. En seguida, comenzó a frotarme los pies. Jamás me
habían masajeado los pies, por lo que al principio creí que se trataba de
cosquillas, pero de pronto concluí que era muy placentero, aunque no quería que
nada que Esteban hiciera me produjese placer. Bastaron tres o cuatro minutos
para rendirme. Ya no se trataba sólo de la llegada de un bienestar imprevisto,
sino que tenía unas inesperada y perturbadora erección, que resolví no exhibir.
¿Cómo podía estar pasándome eso? Me resistiría con todas mis fuerzas y hasta
con tarascadas sí él trataba de girarme boca arriba.
Entonces, tras masajearme las piernas de un modo experto
pero rápido, se dedicó despaciosamente a mi culo. Luego de apretar los glúteos con
reiteración, echó un chorro de crema entre ellos, mientras me pasaba el puño por el
perineo un poco fuerte y, a continuación, deslizaba una y otra vez los dedos
por mi ano de un modo demasiado audaz. Pero no protesté porque ello me
obligaría a medio incorporarme, con lo que él descubriría que estaba empalmado.
Me estaba venciendo, pues había abandonado el deseo de
debatirme. El seguía, pero ya no untando crema, sino masajeándome con fuerza y
concentración. Sentí en ocasiones que me caía encima una gota de su sudor. Movía
las palmas de las manos arriba y abajo de mi espalda, llegando hasta los
glúteos donde siempre lentificaba los movimientos hasta convertirlos
prácticamente en caricias, y luego subía dándome suaves tarascadas con las dos
manos, casi pellizcos, que me hicieron erizar los vellos varias veces; también
se me habían erizado los pezones por primera vez, que yo recordara. Estuve
repetidamente a punto de reventar, y tenía que contraer los músculos para
evitarlo, pero con el traqueteo, las pasadas insistentes de las manos resbalosas,
los dedos deslizados furtivamente por mi ano y mi inexperiencia, de pronto
ocurrió lo más impropio y desconcertante. Experimenté un orgasmo junto con
convulsiones de mi espalda y mis muslos. Fue el más perturbador que recordaba,
ya que parecía no acabar nunca, lo que seguramente se debía a mi posición, con
el pene apretujado entre mi vientre y la toalla. Quería hundirme en la mesa,
traspasarla con objeto de huir, desaparecer. Cuando recuperé la razón, me di
cuenta de que él había detenido las manos. Tras varios minutos en silencio,
escuché:
-¿Ha estado bien?
Callé, más avergonzado que extrañado.
-He notado que te corrías, lo que es muy lógico, con tu edad
y tu vigor… No preveía que tardaras tan poco.
-¿No preveías? ¿Sabías que iba a pasar?
-Pues claro. No soy tan joven como tú. Tengo experiencia.
-¿Tienes experiencia? ¿Se lo haces a todos los nadadores?
-No te pongas borde, Pablo. Quiero que nos llevemos bien.
-Tú y yo no tenemos que llevarnos de ninguna manera. Cuando
me dejes en mi casa, será un adiós para siempre.
-Que te crees tú eso. ¿Has vuelto a empalmarte?
Callé. Me ardían las mejillas. De nuevo no podía alzarme,
porque la erección regresó, una vez que él había reanudado el masaje, esta vez
de un modo declaradamente erótico, puesto que posaba el dedo entre mis glúteos
ya no tan fugazmente, mientas la otra mano me palpaba por todos lados,
inclusive el escroto.
-Si te has empalmado ya, quiero vértela, hazme el favor.
Me giré despacio, con las mejillas encendidas. Jamás habría
aceptado mostrar mi trempera a un tío, pero sentía una especie de desafío, como
si de pronto quisiera demostrarle que no tenía demasiado que envidiarle.
-¡Qué bonita! –dijo Esteban, acabando de llevarme a la
estupefacción.
-Bonita, qué va. ¿Has visto muchas?
-Por supuesto, las de todos esos -se refería a los
nadadores, cuyas voces y exclamaciones oíamos no demasiado cerca- y algunas
más. Por lo tanto, tengo con qué compararte. La tuya está muy bien de tamaño,
pero lo mejor es que es recta como un lápiz y muy bien proporcionada. No como
la mía, que no me gusta nada.
Esta afirmación me agradó, porque eran los atributos lo que
más me acomplejaba de él.
-¿No te gusta tu polla? Pues yo creo que es como para
ponerla en un museo de los fenómenos mundiales.
Debió de parecerle un elogio, porque dijo:
-¿De veras? Pues me crea problemas muchas veces. Tengo que
controlarme con las tías, porque si voy muy al fondo, se quejan.
-¿Con las tías? ¿Y con los tíos?
-Nunca he follado a un tío.
-¡Ah! ¿No?
-Me va más que me follen.
No me lo podía creer. ¿De qué iba ese majareta?
-No comprendo. ¿Por qué sales con mi tía? No vayas a hacerle
daño o te la verás conmigo.
-No hombre. Marta me gusta muchísimo y voy en serio con
ella.
-Entonces, no comprendo nada.
En vez de responderme, se puso a masajearme el pecho y el
vientre de modo algo apresurado, pero acarició mis pezones con mayor lentitud y
muchas pasadas en círculo, y se detuvo en mi pene enhiesto, abrazándolo con las
dos manos, apretando un poco en la base, junto a los testículos. No lo rechacé,
esperando a ver.
-Mira, Pablo. Hay cosas que irás aprendiendo con el tiempo,
porque también eres un tío muy atractivo y lo serás más cuando madures un poco.
Cuando uno nota que todos y todas desean tocarte y hacer algo contigo, es
imposible pasarte la vida negándote perpetuamente. A mí me entusiasman las
mujeres, sobre todo Marta, pero hay cosas que Marta no podrá hacer nunca; es que una vez que pruebas correrte con una
polla dentro, nunca lo olvidas.
-¿Estás tratando de convencerme de que te deje follarme?
La idea de que tratara de forzarme me horrorizó. Esa polla
descomunal me destrozaría y él tenía fuerza suficiente para inmovilizarme
-No, Pablo. Quiero que me folles tú. En realidad, tú me
gustaste desde el día que te conocí en el bar y fuiste una de las razones por
las que cedí al coqueteo de Marta, y ahora confirmo que tuve buen ojo contigo. Nunca
me había gustado tanto un hombre de entrada, te lo juro; he tenido que maquinar
esto de acompañarme a la piscina casi desde el día que nos conocimos, porque me
di cuenta en seguida de que te caía mal. También me gusta tu tía, por supuesto.
Es jodido, pero tendréis que compartirme, porque os quiero a los dos. Es más,
creo que me casaré con ella.
-No consigo comprenderte.
-Cállate- me dijo mientras se aupaba a la mesa y se ponía a
horcajadas sobre mi vientre.
Sin la menor dificultad ni gesticular, se introdujo mi polla
de una sentada. Para mí fue como si se produjera un relámpago en una tormenta
telúrica. Ya había tenido sexo con varias compañeras, pero el interior de
Esteban era diferente. Había fuego, intensidad y estrechez, como si una
inundación de tibio terciopelo celestial acariciase mi pene. Tuve que cerrar
los ojos, para no mirar a Esteban, quien sí me miraba fijamente.
-No aprietes los párpados, por favor, Pablo. Deseo
ardientemente verte gozar. Bastará sentir tu orgasmo para que se produzca el
mío de inmediato y ese orgasmo será el regalo que te haga para que dejes de
tratarme como si quisieras matarme.
Abrí lentamente los ojos. La lanza de su vientre apuntaba
rígida hacia su pecho llegando unos tres centímetros más arriba del ombligo;
era todavía más descomunal de lo que me había parecido fláccida. Decidí tratar
de averiguar en internet si las características de esa polla eran tan desusadas
como me lo parecían. Su cuerpo era menos longilíneo que el mío, más macizo, pero
no aprecié grasa por ninguna parte. Resultaba algo más voluminoso que un
danzarín pero más estilizado que un culturista de los de las revistas
norteamericanas. Con el sube y baja,
nada se movía de su sitio, sólo su boca que alternativamente sonreía y jadeaba.
Era un cuerpo en sazón, estupendamente formado, con pectorales bien
proporcionados y sin las exageraciones del culturismo. Decidí que podía
experimentar admiración y hasta un poco de envidia, lo que se impregnaba de un
ansia de posesión que debía de parecerse al deseo. Uno de mis maestros, el de
filosofía, afirmaba que la envidia es siempre deseo de poseer lo del otro. De
pronto, caí en la cuenta de que todo estaba bien, que no ocurría nada que fuese
a ocasionar un terremoto y que yo iba camino de tener un segundo orgasmo en
menos de una hora. Si alguien me hubiera avisado de que me podía pasar, le
habría llamado demente. Iba a correrme, y Esteban se dio cuenta.
-No querría halagarte más de la cuenta, pero eres un
campeón, Pablo. Este va a ser el comienzo de una gran amistad.
No protesté por ese anuncio. Ya sentía las ondas del orgasmo
recorrer mi espalda y mi vientre, y llegar entre palpitaciones a mis genitales,
que explotaron como cuando había estado aprisionado contra la toalla, pero de
modo aun más arrebatador, como si una aspiradora dentro de su cuerpo me
estuviera sorbiendo . Esteban paró el sube y baja, pero no se salió; sólo se
acarició un poco el pecho, apretándose los pezones. Permaneció con mi pene
dentro, sintiendo las sacudidas y los chorros de mi semen, y sonriendo con
ternura, mientras mi asombro crecía cuando, casi al unísono, un surtidor blanco
brotó abundante e interminable de su polla, regándome todo el pecho hasta el
cuello y causando un pequeño lago entre mis pectorales y mis abdominales, pero
no me dio asco, para aumentar mi pasmo. Habían desaparecido mis cortapisas y ni
siquiera me hice reproches sobre mi propio porvenir. Todo estaba demasiado
bien.
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