CUENTOS
DEL AMOR VIRIL. LUIS MELERO
UNA
Y MIL NOCHES
El recorrido entre el trabajo del
campo en Extremadura y el éxito actual
del restaurante, en un bello puerto turístico, había durado poco tiempo.
Román acababa de materializar el
sueño con que escapaba, sobre el tractor, de la grisitud de su vida de tres
años antes, porque casado a los veinte y con dos hijos, uno de nueve y otro de
seis años, a los treinta Nela le aburría, jugar con los niños sólo mitigaba un
poco el aburrimiento, tedio que se hacía insoportable en cada uno de los
minutos que transcurrían desde la siembra a la cosecha. Allí, parado encima del
tractor junto a la dehesa, miraba con desazón y envidia hacia los jóvenes que
acudían a retozar en el chaparral, sentimienzos que jamás logró descifrar,
porque le dominaba un deseo vehemente de descubrir otras cosas, otros
panoramas, huir hacia aventuras y venturas que tenían que ser posibles en otros
sitios, lugares donde ocurriesen los prodigios de "Las mil y una
noches", y suponía que jamás reuniría el valor de buscarlos.
Aunque la muerte de su padre le
entristeció, pasadas cinco semanas se sintió libre de exponerse a los riesgos
que él no le había permitido correr. Abrumado y a punto de caer muchas veces en
el desánimo por las advertencias de su madre, su hermana y su cuñado, y sobre
todo por las airadas protestas de Nela, vendió el tractor, la finca y la casa,
y compró el local en Puerto Marina.
Tenía treinta años cuando empezó la
obra del restaurante, treinta y uno cuando descubrió lo buen cocinero que era,
treinta y dos cuando tuvo que convencer a su madre, hermana y cuñado de que se
mudasen con él para ayudarle, y ahora, a los treinta y tres, el dominical del
periódico más importante de Madrid acababa de publicar en la sección turística
un artículo donde elogiaba y recomendaba el
"sorprendente Restaurante Monfragüe, la más sofisticada y deliciosa
cocina familiar de caza".
Había llegado a la meta.
Tenía treinta y tres años y nadie
le calculaba más de veinticinco. El tono cetrino de su bronceado campero se
había vuelto tan rosado y resplandeciente como el de los turistas ricos de
Puerto Banús. Comía opíparamente, pero como trabajaba hasta dieciséis horas en
el restaurante y aprovechaba todas las pausas para nadar, su fornido cuerpo de
trabajador rural mantenía el vientre plano como el de un adolescente y, de
hecho, podía vestir con naturalidad como los adolescentes, porque nadie le
observaba con ironía al usar la moderna y juvenil ropa que componía su armario;
al contrario, descubría al pasar por la calle que le miraba golosamente gente
mucho más joven que él. A su lado,
cuando iban a misa los domingos agarrados del brazo, Nela comenzaba a parecer
su madre y él parecía, cada vez más, el hermano mayor de sus hijos.
El aburrimiento renacía. La alegría
por el comentario del periódico fue muy efímera, y otra vez sentía impulsos de
correr en busca de un prodigio que debía de esperarle en un quimérico país de
"Las mil y una noches".
Tenía que plantearse otras metas,
como aventurarse a convertir el Monfragüe en el primero de una cadena de
restaurantes con sucursales en las principales capitales de España y el
extranjero. Algo así tenía que abordar, a ver si no iba a acabar como parecía
muchas veces a punto de terminar en Extremadura, liándose la manta a la cabeza
y escapando de Nela, sus parientes y sus hijos para buscar no sabía el qué.
Encontró una válvula de escape con
el equipo de fútbol.
A Romy, su hijo mayor, de doce
años, le gustaba jugar fútbol y lo hacía durante el verano a todas horas en la
playa situada junto al puerto. Un día, pasó por allí el concejal de deportes y
les propuso a los chicos formar parte de un equipo infantil representativo del
municipio. Romy corrió a contárselo a su padre y éste tuvo que ir a hablar con
el concejal, que a los quince minutos de conversación le ofreció la presidencia
del equipo.
-Usted se ocuparía de todo, de
elegir al entrenador, los ayudantes, la equipación y demás, así como de
organizar los viajes. Porque vamos a entrar en una competición provincial.
Román aceptó sin tener claro si
disponía de tiempo para ello. Los domingos, los días de partidos, era cuando el
restaurante solía estar más lleno y, aunque su madre y su hermana habían
aprendido ya a preparar sus platos, todas las manos eran pocas para atender a
la clientela los fines de semana.
Calculó que tendría que contratar a alguien más, pero iba a organizar el
equipo porque el encargo le podía sacar de la rutina.
Y así fue.
Romy conocía a todos los chicos que
jugaban al fútbol en la playa. Román se sorprendió por lo numerosas que eran
sus amistades. En dos semanas, visitó guiado por su hijo las casas de treinta y
cinco muchachos, veintiocho padres de los cuales aceptaron que también sus
hijos formasen parte del equipo, a pesar de que tenía que abonar cada uno
quince mil pesetas para la ropa. Una vez completada la plantilla de jugadores,
necesitaba un cuadro técnico.
-Hay un morito que juega muy bien
-le dijo Romy-. Viene siempre por las tardes, a la siete o así, y organiza
partidos con sus amigos. Hammou marca siempre más de diez goles. Tienes que
verlo. ¡Es un crack!. Él puede ser el entrenador.
Antes de empezar a preparar las
cosas en la cocina, esa tarde decidió echar una ojeada. Bajó a la playa con
Romy, que le indicó:
-Míralo. Ése es Hammou.
Para ser marroquí, era demasiado
moreno. Más bien tenía aspecto de egipcio del sur y sus facciones reforzaban la
impresión, porque eran muy semejantes a las de Ramsés tercero que había visto
reproducidas en las fotos del tempo de Abu Simbel. Debía de medir entre un
metro setenta y cinco y un metro ochenta. Muy robusto, su cintura era sin
embargo fina y su agilidad, extraordinaria. Corría sin descanso de un lado a
otro, como si no le agotasen las carreras a través del campo de mullida arena.
Durante los veinte minutos de que disponía Román, marcó cuatro goles, en los
que parecía entregar el alma.
-Dile que venga al restaurante
cuando termine el partido -le ordenó a Romy.
No pudo atenderle hasta que el
trabajo aflojó. Lo había olvidado. Su hermana le recordó que "ese moro
sigue esperándote en la barra". Miró el reloj; la una y media de la
madrugada. Se sintió avergonzado.
-¿Ha comido algo? -le preguntó a su
hermana.
-¡Qué va! No creo que tenga un
duro. Cuando vino, le ofrecí una cerveza, pero no la quiso; sólo quería agua.
Se ha bebido tres o cuatro jarras y ha acabado con todos los frutos secos que
había en la bandeja de la barra. Lo menos medio kilo. Vaya caradura.
Se acercó al marroquí. Se sintió
incapaz de calcular su edad y tampoco hubiera podido reconocerle de no saber
que era él, porque mientras que jugando en la playa vestía más o menos como los
demás futbolistas, ahora su ropa le hacía parecer casi un mendigo.
-Hola. ¿Te ha contado mi hijo de lo
que se trata?
-No le entendí.
Hablaba español razonablemente
bien.
-El ayuntamiento quiere formar un
equipo de fútbol infantil. Necesitamos un entrenador.
-Yo busco trabajo.
-Pero... en el equipo sólo
cobrarías dietas. ¿No trabajas?
-No.
-Como hablas español, creía que ya
llevabas mucho tiempo en España.
-No. Hace cuatro meses, nada más.
-¿Y ya has aprendido el idioma?
-Lo hablaba antes de venir. Mi casa
está muy cerca de Melilla. He estado más tiempo en Melilla que en Marruecos, ya
sabes, buscándome la vida.
Román se dijo que había problemas.
Seguramente, Hammou era un inmigrante ilegal. El ayuntamiento no lo aceptaría.
Pero jugaba muy bien y era muy popular entre los chicos, según lo que había
observado con Romy y sus amigos. Podía liderar el equipo. ¿Cómo lo resolvería?.
Decidió preguntar a bocajarro:
-¿No tienes papeles, verdad?
Hammou bajó los ojos.
-¿Has hecho alguna gestión?
-El consulado está en Algeciras.
Antes de nada, necesito el pasaporte y no tengo... cómo ir.
-¿Cuántos años tienes?
-Veintidós.
-¿Crees que puedes entrenar el
equipo? ¿Te gustaría?
-Sí.
-Voy a ver cómo lo puedo arreglar.
¿Dónde vives?
Hammou negó con la cabeza.
-¿Quieres decir que no tienes casa?
-Duermo en la playa.
Hammou terminó de pintar la fachada
del restaurante en tres días. El chalé lo pintó de arriba abajo, por dentro y
por fuera, en dos semanas, sin ayuda de nadie para mover muebles o encaramarse
en los andamios entre dos escaleras de tijeras. Reparar la valla y pintarla le
tomó dos días.
Román no sabía qué otro encargo
hacerle. Preguntó a sus vecinos, la mayoría vacacionistas ocasionales, y
ninguno buscaba quien le pintara la casa. Todavía estaban en plena temporada y
no disponía de tiempo para acompañarle a Algeciras, a averiguar qué tenía que
hacer para legalizar la situación. Era imposible emplearle en el restaurante
sin papeles, expuesto a que un inspector de trabajo le multase, lo que era muy
frecuente en verano a lo largo de la costa.
Le contó el problema al concejal de
cultura que, viendo su interés por el marroquí, aceptó que fuese preparando
provisionalmente el equipo antes de darlo por organizado, a cambio de alguna
propina ocasional y la promesa de ayudar en las gestiones de legalización
cuando llegase el momento.
-Escucha, Hammou, no puedo darte
trabajo, pero podemos poner una tienda de campaña en el jardín de mi casa, para
que duermas allí, porque lo que va a darte el ayuntamiento no te alcanzará para
la pensión. Comerás en el Monfragüe. ¿Te parece bien?
Hammou asintió, sin levantar los
ojos del suelo.
El equipo empezó a funcionar.
Trasunto de Jeckyll y mister Hyde, Hammou era dos personas diferentes; una, en
las cosas cotidianas y otra muy distinta cuando estaba en el campo de fútbol.
Habitualmente taciturno, se volvía exuberante y alegre cuando aleccionaba a los
niños y, sobre todo, cuando demostraba en la práctica cómo hacer pases, regates
y fintas.
Hubo que esperar a septiembre.
El primer lunes del mes, a las
cinco de la mañana, Román abrió la cremallera de la tienda de campaña instalada
en el jardín, para despertar a Hammou. El muchacho dormía completamente desnudo
y presentaba la lógica erección de un joven durmiente sano. Román sintió una
turbación incomprensible, contemplándole mientras dudaba si hablarle, porque sus ojos fascinados se
habían cosido al cuerpo relajado cuyas proporciones nunca se había parado a
calibrar cuando corría en el campo de fútbol; dormía ladeado hacia la derecha,
con una pierna flexionada y un brazo tras la nuca, flexiones que resaltaban la
sinuosidad lustrosa de todos sus miembros. Los muslos eran gigantescos, pero
estriados como si estuvieran tallados en ébano. Volvía a sentir la antigua
necesidad de experimentar el vértigo de lo desconocido. Agitó la cabeza, como
si quisiera negarse ante un demonio que le tentaba.
-Levántate, Hammou. Nos vamos a
Algeciras.
Tal como estaba, desnudo, el
marroquí corrió y se lanzó a la piscina. Román ignoraba que su aseo matinal
consistiera en eso, aunque Nela ya le había dicho alguna madrugada que le
parecía que hubiera alguien nadando. Todavía con la desconcertante turbación de
antes, lo vio emerger por el borde, alzándose con la habilidad de un gimnasta;
poseía un cuerpo que por fuerza debía atraer poderosamente a las mujeres,
turgente, satinado y resplandecientemente tachonado con las gotas que brillaban
en su piel.
-Vístete deprisa, mientras saco el coche
del garaje. Desayunaremos por el camino.
Sólo había dormido tres horas; para
vencer el sueño que aún le producía bostezos, Román inició la conversación en
cuanto arrancó el coche.
-¿Cómo conseguiste entrar en la
península?.
-En un camión.
-¿Te escondiste en un camión?
-Sí, pero no dentro. Debajo, entre
los ejes.
-¿En serio?
-Traía una ropa muy bonita que me
compró la mujer de mi hermano, pero se me llenó toda de grasa. En cuanto el
camión llegó al barco, salí a tratar de lavarme, pero fue muy mala idea porque
noté que los marineros me miraban y se habían dado cuenta de que era un
polizón. Me escondí en los servicios. Un paisa que estaba meando, me preguntó
en árabe qué me pasaba. Yo no hablo bien el árabe, porque soy bereber, así que
él me preguntó en español si tenía problemas. Primero tuve miedo, porque hay
musulmanes en Melilla que son más policías que los policías, pero él se dio
cuenta y me contó que trabajaba en Bélgica y que viajaba de regreso con su
mujer y su hija. Como no sabía qué hacer, le dije lo que pasaba. Me mandó que
tirara la camisa llena de grasa y me dio la camiseta que él llevaba debajo de
la suya, y me dijo que me encerrara en
el retrete hasta que volviera. Volvió a los diez minutos, pasándome por debajo
de la puertecilla una cazadora de cuero. Luego, me llevó a cubierta con su
familia. Su hija se agarró de mi brazo, haciendo como que era mi novia. Así
pasamos la aduana de Málaga.
-¿Por qué viniste?
-Tengo nueve hermanos y mi padre se
fue hace dos años con otra madre; ahora ya no le da dinero a la mía. Tenemos
muchos problemas y los cuatro hermanos que son mayores que yo ya están casados.
Tengo que ayudar. Las dos veces que me ha dado dinero el concejal se lo mandé a
ella.
Admirado, Román notó que resbalaba
una lágrima por la mejilla de Hammou.
-Sientes nostalgia de tu familia,
¿no?
-No -respondio Hammou con firmeza-.
Tengo que ser importante en España antes de volver allí. Mi madre consultó con
la bruja, que dijo que yo iba a encontrar a un hombre en España que me haría
famoso.
Desayunaron en el primer café que
encontraron abierto, en Estepona. Román observó que la melancolía que le
causara una lágrima había sido sustituida, sin transición, por una alegría
expansiva; Hammou reía sin parar, casi sin venir a cuento. Cuando reiniciaron la
marcha, el joven dijo:
-Yo pienso que tú eres ese hombre.
-¿Quién?
-El que dijo la bruja.
-¿El que va a hacerte famoso? Creo
que no.
-¿Me vas a echar?
-No, hombre, qué va. Lo que quiero
decir es que no creo que yo pueda hacerte famoso de ninguna manera.
-Sí, con el fútbol. Todos decían en
mi pueblo que soy mejor que Ben Barek. Sé que un día encontrarás a alguien que
me abrirá la puerta de un club importante.
Román apretó los labios. Hammou se
estaba haciendo demasiadas ilusiones.
-Hace calor -dijo el marroquí.
-Sí. Empieza a hacer calor. Menos
mal que tenemos el sol de espaldas.
-Voy a ponerme el pantalón corto.
-Sólo faltan cincuenta kilómetros.
-Me cambiaré otra vez al llegar.
Hammou sacó el short de la bolsa de
mano, se quitó los tenis y se bajó el pantalón. Antes de quitarse el
calzoncillo, Román notó que se acariciaba la entrepierna; cuando se lo bajó,
tenía una erección. Román fijó la mirada al frente, con las manos crispadas en
el volante; no quería que volviera el desconcierto, se negaba a mirar de reojo
siquiera.
-Éste es un rebelde -dijo Hammou
agitándose el pene-. Si no me corro por las mañanas, sigue revoltoso hasta
mediodía. Quiere su ración.
-Vamos, Hammou, ponte el short, no
sea que pasemos un autobús y la gente se dé cuenta de que vas en cueros.
-¿No quieres tocar un poco? Esta
mañana te quedaste mucho rato mirándome.
El muy zorro se había hecho el
dormido. La vaga e inexplicable inquietud de Román fue desplazada por el enojo.
-¡Cúbrete de una vez, Hammou!
Alarmado por su tono, el joven
obedeció.
Tuvieron que hacer cola a la puerta
del consulado durante dos horas. El funcionario, un treintañero delgado que
parecía sacado de una tópica película de ambiente árabe, les explicó los
trámites y adoptó una actitud que a Román le hizo suponer que esperaba un
regalo. Le quitó de las manos a Hammou los papeles que aportaba, que según el
funcionario no servían para nada, introdujo un billete de cinco mil pesetas
entre ellos y volvió a dárselos al diplomático. Al parecer, los papeles se
habían vuelto útiles de repente.
El trámite ante las autoridades
marroquíes iba por buen camino. A continuación, deberían realizar las restantes
gestiones ante las españolas. De regreso, antes de llegar a Estepona, la
carretera rozaba la playa.
-¿Podríamos parar a nadar un poco?
-preguntó Hammou.
-Hay mucho trabajo en el
restaurate.
-Son cinco minutos. Tengo mucho
calor.
-Vale. Cinco minutos.
De nuevo se cambió de calzón dentro
del coche, sin cubrirse. La erección continuaba. Román no se desnudó. A través
del parabrisas, lo vio zambullirse, mientras él luchaba contra la persistente
inquietud; Hammou era un animal bello, ágil, vital, gozoso, despreocupado y
carente de doblez. Con la misma naturalidad con que le había invitado a
tocarle, había pasado la página para comportarse como un muchacho ilusionado
por la inminente resolución de todas sus dificultades, las documentales y las
demás. Horrorizado, Román descubrió que se reprochaba no haber tocado.
Al reanudar el viaje, tuvo que
resistir muchas veces el impulso. La mano derecha se le escapaba hacia el muslo
de Hammou cada vez que cambiaba de marcha, y la retiraba como si le diera un
calambre. Su humor era tan sombrío, que apenas escuchaba al marroquí:
-En mi pueblo, es imposible follar
con una muchacha. Tenemos que bajar a Nador para hacerlo con las putas, pero
cuesta demasiado y es muy peligroso; todas están sucias; cuándo íbamos cuatro o
cinco, teníamos que hacerlo con la misma para que nos saliera más barato y a la
puta ni siquiera le daba tiempo de lavarse antes de pasar el siguiente. Mis dos
hermanos cogieron enfermedades; al mayor, que se llama Mimon, lo rechazó el
padre de su novia cuando se enteró de que tenía sífilis y mi madre tuvo que
hablar con otra, perdiendo los regalos que ya le había dado a la primera. Hay
muchos que lo hacen con las cabras, pero a mí me da asco y siempre hay algún
muchacho más joven que no protesta porque se lo hagamos y es mucho mejor. A mí
nunca me lo hicieron de chico, porque
mis hermanos mayores me decían que no lo permitiera y una vez le dieron una
paliza a uno que lo intentó cuando yo tenía once años, que lo pillaron cuando
ya me había desnudado y vuelto boca abajo en la cama de mi madre; lo majaron a
palos aunque era primo de mi padre y ellos le tenían mucho respeto, y me parece
que le habían dejado que lo hiciera con ellos cuando eran tan jóvenes como yo,
porque el primo de mi padre les hacía muchos regalos; lo que pasa es que cuando
eres mayor y llega la hora en que eres tú el que te follas a los más jóvenes,
no te gusta recordar que, según qué gente, por asquerosa, te lo haya hecho;
porque esos que tienen los dientes negros son los más sucios y casi siempre
tienen enfermedades. Mi madre me decía todos los días que tuviera cuidado si yo
lo hacía con alguno, pero que no dejara que me lo hicieran a mí. Un amigo mío
que ahora está en Francia, y que se llama Nadir, insistía mucho cuando teníamos
quince años, a pesar de que esa es la edad que ya comienzas a dejar de ser el
que se deja y a querer dar tú; aunque tenía curiosidad, porque todos mis amigos
decían que da mucho gusto cuando uno se la menea con una polla dentro del culo,
yo no le dejé, porque Nadir tiene una polla que es el doble más grande que la
mía, y eso que yo tengo diecinueve centímetros, y me daba miedo. Entonces, como
él decía que me quería mucho y aunque insistía yo no quería, porque, además del
bicho que tiene, es mi amigo, me llevaba con él cuando iba a follarse a un
primo mío, que no protestaba y que me parece que es un poco mariquita. Se lo
follaba siempre en el mismo sitio, contra una roca que había al lado de un
algarrobo que nos tapaba del camino; le gustaba que yo me subiera a la roca y
que me la meneara cerca de su cara mientras él follaba con mi primo, que
gritaba igual que una mujer. Siempre le hacía sangre, porque su polla es así,
mira, Román, así, como este apoyabrazos. Tendrías que verla. Cuando pase por
aquí en las vacaciones camino de Melilla, le diré que venga a enseñártela. Yo
creo que es casi tan grande como la del burro que tiene mi madre. Mira si es
grande, que cada vez que yo se la metía a mi primo después que él, estaba tan
abierto que no sentía nada y no me gustaba. Nadir quiso que yo se la metiera el
día antes de irse a Francia, aunque ya no tenía edad de dejarse follar, porque
había cumplido los dieciocho; me dijo que ya que no quería que él me follara a
mí, le hiciera por lo menos una paja con mi mano mientra yo se la metía. Me
costó trabajo, porque, como es mi amigo,
me sentía un poco cortado, y además tardó mucho rato en correrse, y yo sin
parar de bombear aquello tan asqueroso de tan grande que es, y que me estaba
haciendo sudar por la fuerza que tenía que hacer; tardó tanto, que quiso
metérmela por cojones; estuvo hasta llorando, pidiéndome por favor que le
dejara, y lo que hice fue obligarle a correrse con la boca, para que me dejara
tranquilo. El año pasado, vino de vacaciones con su mujer, porque se ha casado
con una francesa, y entonces, aunque ya teníamos los dos veintiún años, sí le
dejé que me la metiera después de metérsela yo, porque me dio mucha alegría que
volviera, y no me dolió porque ya soy un hombre.
Román tragó saliva. La deshibición
del joven era asombrosa, y su carencia de rubor por lo que estaba relatando,
increíble, pero él sentía crecer el desconcierto y la turbación. Suspiró aliviado cuando
aparcó junto al restaurante.
El equipo marchaba bien.
Entusiasmado con su genialidad futbolística y por lo bien que conducía a los
muchachos, el concejal comenzó a interesarse por los problemas legales de
Hammou, impaciente por formalizar su fichaje para asegurarse de que iba a
continuar la labor toda la temporada. Una vez resueltos los trámites del
consulado, le prometió a Román que realizaría gestiones para solucionar los
españoles en un plazo breve.
-¿Tendría problemas si le diera
trabajo en el restaurante? -preguntó Román.
-No creo. Ahora que comienza la
temporada baja, la vigilancia afloja mucho. Pero no te preocupes; si apareciera
un inspector, dile que es empleado del ayuntamiento, que sus papeles los tengo
yo y que venga a hablar conmigo.
Hammou engrosó la plantilla del
Monfragüe, en la que, despedidos ya los refuerzos del verano, sólo figuraban
dos camareros que no eran parientes de Román. La hermana llevaba la caja y se
responsabilizaba del almacén; el cuñado se tomaba muy a pecho su papel de
maitre y la madre hacía de pinche en la cocina. Nela realizaba la decoración
floral, que renovaba cada dos días, comprando ella misma las flores y negándose
a que cualquier otro las eligiera. También los dos hijos se empeñaban en
colaborar con frecuencia a la hora de montar las mesas. De modo que lo único
que Román podía encargarle a Hammou era de la limpieza matinal, que apenas
representaba el retoque y mejora de lo que los camareros habían limpiado de
madrugada.
-Eres un loco -le dijo a Román su
hermana-, darle la llave a ese moro, para que se hinche de robarte.
-No le llames "moro", por
favor, Carmela. Ellos creen que esa palabra es un insulto. Sabes de sobra su
nombre.
-Muchas molestias te tomas tú por
el moro ése, que un día va a dejarte con el culo al aire. Cualquier día,
vendremos a abrir el restaurante y nos encontraremos que se ha llevado la
registradora.
-Quítate esas ideas de la cabeza,
Carmela. Hammou es incapaz de robar ni un caramelo.
-¿Qué sabrás tú? Todos los atracos
que trae el periódico son moros los que los hacen.
A Hammou le intimidaba Carmela;
siempre se ponía nervioso cuando se le acercaba o cuando notaba que le estaba
acechando; en tales momentos se mostraba torpe y cohibido, deseoso de echar a
correr. Un día, cuando ya llevaba un mes trabajando en el Monfragüe, cuyas
vitrinas, espejos, botellas y cristalería brillaban como nunca, llegaron al
mismo tiempo, a las once, Carmela y Román. Con el suelo, las cristaleras y los
espejos ya relucientes, el marroquí se encontraba pulimentando con un paño las
copas de vino y las de agua, que iba colocando de nuevo en las mesas. Carmela
se detuvo junto a él y le dijo con tono muy ácido:
-Te he explicado un montón de veces
que las colocas al revés. Eres un estúpido.
Román observó que palidecía. Sujetando
el paño en la mano derecha y la copa que pulimentaba en la izquierda, se paró,
mirando con expresión indescifrable a la hermana. Con mano temblorosa, fue a
poner la copa junto a la otra, tal como se le acababa de indicar; a causa del
temblor, golpeó entre sí las dos copas,
que se rompieron a la vez. Mientras contemplaba los fragmentos de cristal
esparcidos sobre el mantel de color salmón, la piel del marroquí se había
vuelto de cera.
-¡Moro de mierda! -gritó Carmela-.
Eres un inútil y un desgraciado.
Como si tuviera ganas de golpear,
Hammou tiró violentamente el paño sobre la mesa y corrió a ocultarse en la
cocina.
-Carmela, Carmela... -murmuró
admonitoriamente Román, y fue tras Hammou, previendo lo que iba a encontrar.
En la cocina, había un cuartillo
más allá de las cámaras frigoríficas, donde los camareros disponían de seis
taquillas para guardar la ropa. Hammou estaba dentro, con la puerta cerrada.
Román intentó abrir, pero el pestillo se encontraba echado. Trató de oír.
Sonaban golpes sordos, aunque propinados con mucha fuerza.
-Hammou -dijo muy bajo-. No se lo
tomes en cuenta. Abre, vamos a hablar.
Los golpes dejaron de sonar, pero
la puerta permaneció cerrada.
-Venga, Hammou, abre.
-No puedo.
-¿Por qué?
-Te vas a cabrear conmigo.
-No.
-Sí.
-Coño, abre, Hammou. Me estás
poniendo nervioso.
La puerta se entrebrió.
-Entra -le dijo Hammou, y cerró de
nuevo con Román dentro.
Éste descubrió al instante las
manchas de sangre en la pared. Comprendió lo que había pasado.
-Enséñame la mano.
Hammou se resistió, pero Román le
tomó la muñeca y le obligó a torcerla para examinar las heridas. Los huesos de
los nudillos eras visibles a través de la piel hecha jirones y la sangre
-Joder, Hammou. Tengo que llevarte
en seguida al hospital. Estás como un cencerro. Venga, vamos.
-Me va a gritar otra vez.
-No le hagas caso a mi hermana.
Venga, vamos, antes de que se nos haga tarde para volver a trabajar.
Con la espalda apoyada contra la
puerta, Hammou se abrazó a Román
-Perdona por manchar la pared.
Aunque nervioso por lo que el
abrazo le hacía sentir, Román consideró que agravaría la situación si le
empujaba para rechazarle.
-No te preocupes por eso. Es una
tontería. Vamos a que te curen.
-La aguanto porque te quiero.
-Ya lo sé. También a mí me dan
ganas de darle una hostia.
-Yo te quiero mucho, Román. Y ella
quiere echarme.
-No te preocupes. No lo va a
conseguir.
-Si ella te convence para que me
eches, me mato.
Román sintió lo que estaba
ocurriendo bajo el pantalón de Hammou. Espantado, trató de separarse. El marroquí
se lo impidió. Forzó más el abrazo y de modo inesperado le mordió los labios
para que no pudiera rechazar el beso.
Román cerró los ojos. ¿Qué le
estaba pasando? Su cuerpo estaba respondiendo como el de Hammou y unas ondas
deliciosas le recorrían el espinazo mientras un siroco insoportable agitaba su
corazón. ¿Qué demonios significaba eso?
-Vámonos al hospital -dijo,
mientras apartaba con energía a Hammou.
Cuando terminaba los preparativos
del restaurante para afrontar la siguiente temporada de verano, Román miró con
orgullo el trofeo que intentaba colocar del mejor modo en la vitrina. Romy, su
hijo, había querido que se expusiera allí, ya que su padre no vivía en su casa.
El equipo había resultado campeón de la liga provincial infantil; aparte del trofeo
grande, entregaron otros más pequeños a cada uno de los chicos. A Romy, por ser
el capitán, le habían premiado con uno de tamaño intermedio, que Román cambió
varias veces de posición hasta conseguir que el nombre de su hijo fuese
legible.
-¿Va a venir Hammou? -preguntó
Romy.
-No, hijo. Ya pasó la prueba para
que el Málaga lo contrate, pero todavía tienen que hacerle hoy el
reconocimiento médico.
-¿Ya no va a entrenarnos más a
nosotros?
-Me parece que sí. Aunque consiga
ser titular en el Málaga, le permiten venir a entrenaros dos veces por semana.
-¿Cuándo vas a llevarme a vuestra
casa?
-Cuando quieras.
-¿El martes, que cierras el
restaurante?
-¿No tienes colegio?
-Las vacaciones empiezan mañana,
¿no te acuerdas?
-Disculpa, hijo. No me acordaba.
¿Te han aprobado?
-Claro. Díselo a Hammou, porque me
prometió regalarme un balón firmado por los jugadores del Málaga si las
aprobaba todas.
-Esta noche se lo diré cuando
llegue a casa. No te preocupes.
Esa noche que sería una de mil,
entre los miles de noches que habrían de sobrevolar juntos todas las rutas
mágicas del oriente y el occidente.
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