EL MASAJISTA
-Es el mal de los ejecutivos, Javi.
El estrés que padecen todos los profesionales que pasan más horas de la cuenta
en tensión, inclinados sobre la mesa del despacho; nada más que eso, el fruto
de las malas costumbres.
Javier Rodríguez observó de reojo
la sonrisa irónicamente afectuosa de Paulino Ugarte, el único médico que le
inspiraba confianza porque era amigo suyo desde la niñez y, por lo tanto, el
único a quien le permitía que hurgara en sus achaques. Se encontraba sentado en
la camilla, con el torso desnudo, y Paulino le examinaba la espalda y el
cuello.
-Pues aunque sea el mal de los
ejecutivos, es un mal muy jodido.
-Lo que te pasa no es esencialmente
físico, Javi, lo sabes de sobra.
-¿Estás seguro?
-Mira, Javi; casi todos los días
llega a la consulta gente recién
divorciada. Me refiero a hombres, porque las mujeres viven esas cosas con otro
talante. Todos los hombres recién separados se quejan de molestias, a veces
tremendas, y te puedo asegurar que lo
que les pasa al noventa por ciento es que están deprimidos. Presentan síntomas
de ansiedad y, sobre todo, de estupor, porque los hombres nunca llegamos a
comprender del todo por qué somos abandonados y sobrellevamos la soledad mucho peor
que las mujeres.
-¿No estarás intentando convencerme
de ir a un psiquiatra?
Paulino sonrió levemente, al tiempo
que refrenaba su lengua para no pronunciar las palabras que sentía el impulso
de decir.
-Bastaría con que tomases durante
unos pocos días un ansiolítico suave. Con lo buena que es tu salud en general,
notarías los efectos en seguida. Estás demasiado tenso. Tienes los músculos de
la espalda como piedras.
-Sabes que no me gusta tomar
drogas.
Paulino Ugarte carraspeó. Su amigo
Javier había sido igual desde la niñez, demasiado estricto, demasiado ajustado
a las normas y excesivamente reacio a experimentar con nada. Sólo una vez
memorable, en la lejana adolescencia, lo
había visto apartarse de su rigidez e intolerancia. Cualquier joven lo
consideraría un "carca", a pesar del éxito de su empresa financiera,
que tan moderna parecía. El médico sonrió de nuevo, tratando de que su amigo no
lo advirtiese.
-También podrías darte unos masajes
-aconsejó.
-¡No faltaba más! Como si me
sobrara el tiempo.
-Esa es otra cuestión, Javi. ¿Te
has preguntado si el abandono de Leticia no se deberá a lo mucho que trabajas?
A ninguna mujer le gusta que su marido vuelva casi siempre de la oficina a la
medianoche.
-Leticia no es un dechado de
romanticismo.
-Sí, bueno, ya se sabe que, según
el tópico, las norteamericanas no son tan apasionadas como las españolas. Pero
la realidad es que vives demasiado absorbido por tu empresa, Javi. Necesitas
divertirte, echar unas cuantas canas al aire; ahora más que nunca.
-Yo me divierto con mi trabajo.
-Sí, te c reo. Pero tu cuerpo te reprocha
las casi veinte horas que pasas trabajando todos los días, y acabará pasándote
factura. Tienes, como yo, cuarenta y
ocho años, ya no somos niños, y con tanto deporte como hiciste en el pasado,
ahora parece que también eso lo consideras una pérdida de tiempo. A nuestra
edad, todavía tenemos muchas energías que quemar para expulsar los malos
humores, y te aseguro que el valor terapéutico de unos polvos frecuentes es
formidable. Trata de relajarte, chico, comprobarás que retomas el trabajo con
mejor disposición. Unos masajes te sentarían muy bien.
-¿Puedes recomendarme una
masajista?
El médico rebuscó en su tarjetero
durante unos minutos.
-Ten la tarjeta de este gabinete de
fisioterapia. No los conozco, pero me han dicho que son buenos.
Despertó con el cuello agarrotado
por tortícolis y lo primero que recordó fue el consejo de Paulino de que
contratara a un masajista. Maldijo el dolor que sentía. Al abandonar la
consulta de su amigo, como era viernes, había proyectado seguir su consejo y dedicar
el fin de semana al deporte, pero la tirantez y el dolor de los deltoides iban
a impedirle también ese desahogo.
Contempló la habitación, enorme
ahora que Leticia no andaba trajinando entre el cuarto de baño y el vestidor,
dubitativa como siempre a la hora de elegir la ropa, y más enorme aún porque no
sonaban en la planta baja ni en el jardín las risas de los niños. ¿Por qué
habían tenido que abandonarle ahora, cuando estaba a punto de cerrar la
operación de Brasil, que representaría el primer paso de la implantación
internacional de su empresa? Cuando estaba a punto de materializar el sueño que
tan afanosamente persiguiera, Leticia había cumplido su reiterada amenaza de
irse con la niña y el niño a fin de tomarse dos años de reflexión en los
Estados Unidos, que hacía tres años que decía necesitar. Ahora, el éxito
empresarial perdía justificación porque había perdido a las personas por las
que lo buscaba. Solo en el chalé, sentía que se quedaba sin fuelle y la casa
resultaba gigantesca, inhóspita.
Apoyado en el borde de la encimera
de la cocina, levantó la mirada hacia el paisaje que el amplio ventanal
enmarcaba. El jardín no era demasiado ancho en esa parte, por lo que el paisaje
casi formaba parte de su panorama privado. A pesar de encontrarse tan cerca de
las agitadas calles de la ciudad, visto desde ese ángulo era un paisaje
insólito de encinas y grandes pinares. Bucólico por su apariencia de dehesa de
campo abierto, en la que se veían grandes pájaros revolotear a lo lejos.
Leticia debía de vivir ahora en un sitio así, en la granja de Wyoming donde sus
padres se habían retirado.
Al pensar en sus hijos correteando,
tal vez, por extensa una pradera salvaje, sintió una fortísima desazón que fue extendiéndose de su pecho a
todo el cuerpo. Miró sus piernas con algo parecido al arrepentimiento en el
ánimo y suspiró sonoramente,
Marcó el número de la clínica
fisioterapéutica. Mientras sonaban los timbrazos, sintió en varios momentos el
impulso de colgar, pero retuvo la mano.
Respondió un contestador.
Sin oír entero el mensaje, colgó
con enorme fastidio.
Tomó una prolongada ducha caliente,
a ver si el dolor se aliviaba. Se afeitó desganadamente, observando con
desagrado al sujeto de cara avinagrada que reflejaba el espejo. Sí, como decía
Paulino, a los cuarenta y ocho años uno ya no es un niño, por muy sólida que
pareciera su carne y aunque todavía usara la talla cuarenta y dos de
pantalones. Era un hombre maduro, tenía que reconocerlo, un solitario y abúlico
personaje cuyas ilusiones se estaban desmoronando. Y, para colmo, con un dolor
que le impedía girar la cabeza.
Pasada una hora desde el primer
intento, volvió a marcar el número de la clínica. De nuevo el contestador
automático, una voz monocorde de mujer que trataba de parecer sugestiva. Era
lógico; en sábado no trabajarían, aunque también era lógico suponer que la
gente recurriría a los masajistas preferentemente los fines de semana, cuando
se disponía de tiempo para cosas tan superfluas.
Miró por la ventana a ver si ya le
habían dejado los periódicos. Viendo que sí, salió a recogerlos y les dio una
ojeada mientras preparaba café.
Bueno, si la clínica estaba cerrada
en sábado, podía recurrir a los anuncios del periódico. Todos los de mujeres
sugerían que, en vez de masajes, estaban ofreciendo otra cosa. Encontró uno que
le pareció serio: "Masajista rumano, experto profesional, Fisioterapeuta
titulado. Masajes relajantes y sensitivos. Preguntar por Marian". La
persona que contestó al teléfono debía de ser la dueña de una pensión, pues le
respondió "voy a ver si el rumano está en su habitación". Una voz muy
grave, con fortísimo acento extranjero, respondió unos minutos después:
-¿Quién es?
-Llamo por el anuncio.
-¿Cuál?
-El de los masajes.
-Disculpe, estaba durmiendo. Sí,
por supuesto, masajes... ¿Qué clase de masaje desea usted?
-Me duele la espalda.
-Ah, ¿sólo quiere usted un
tratamiento fisioterapéutico?
-Creo que sí.
-¿Nada más?
-Tengo tortícolis muy dolorosa.
-Ah, comprendo. Serán... cinco mil
pesetas.
-Está bien.
-Déme la dirección.
Tras dictársela, el rumano preguntó:
-¿Qué línea de metro pasa cerca de
su casa?
-No, aquí no llega el metro. ¿No
tiene usted coche?
-No.
-Entonces, debe tomar un taxi. Esta
urbanización está en las afueras de Madrid.
-En ese caso, serán cinco mil más
el taxi. Pero... hay un problema. En estos momentos, no tengo suficiente
dinero. Tendría que esperarme en la puerta, para pagar el taxi.
-De acuerdo.
-Dígame el número de teléfono, para
que pueda llamarle yo y comprobar.
Luego de dictárselo, Javier colgó
según le indicó el masajista. El teléfono sonó un minuto más tarde.
-¿Javier Rodríguez?
-Sí.
-Soy yo, el masajista. Estaré ahí
dentro de una hora.
Mientras aguardaba tomando el sol
en el jardín en la zona más próxima al portalón de la verja, trató de imaginar
qué clase de persona sería el rumano. El mismo Paulino Ugarte le había hablado
unos meses atrás de los excelentes profesionales de Europa oriental que
llegaban a España y no podían ejercer sus carreras por la dificultad de convalidar
estudios, aunque eran en algunos casos médicos
muy buenos. Claro que Paulino no era del todo imparcial, porque llevaba tres
años conviviendo con un guapo muchacho que, si no le fallaba la memoria, era
búlgaro. Su amigo de la infancia había decidido desde muy joven franquearse con
los camaradas, a quienes les habló sinceramente de su homosexualidad y, desde
entonces, se le habían conocido tres parejas, con quienes observaba la conducta
leal de un marido fiel, obligando en consecuencia a sus amigos a respetarles
como si de esposas se tratase. El búlgaro, sin embargo, le parecía a Javier
demasiado guapo, joven y frívolo como para mantener con él la misma actitud reverente
que con sus dos antecesores.
El masajista rumano podía ser un
gran profesional obligado a buscarse la vida en España con lo que encontraba.
Por su voz profunda, podía tener cuarenta años y ser un antiguo campeón
olímpico o a lo mejor, quién sabe, se trataba de un médico estupendo, obligado
a ejercer de masajista.
Anticipaba que iba a pasar unos
desagradables momentos de desconcierto e indecisión, al poner su cuerpo desnudo
en manos de un desconocido.
Hora y media después de hablar con
él, oyó llegar el taxi.
Pagó al taxista mientras el
masajista se apeaba por el otro lado, de modo que sólo cuando el coche arrancó
le dedicó una mirada. Si el taxi no se hubiera distanciado ya, lo llamaría para
que se lo llevara de vuelta. Era un joven de unos veinticinco años con figura
de bailarín, no el robusto masajista que había imaginado. Sus pantalones eran
más ajustados de la cuenta, como si deseara que la gente se fijase en el
paquete, y tampoco su camisera era discreta.
-¿Seguro que es usted profesional
del masaje?
Como respuesta, el joven sacó del
bolsillo trasero del pantalón una abultada cartera, de la que extrajo una colección
de carnés muy toscos. Javier los examinó, sin entender nada.
-Este es mi título de masajista. Y
éste, el de jardinero. ¿Quiere usted que le dé una pasada al jardín después del
masaje?
Javier vaciló unos minutos, sin
decidirse a entrar en la casa e invitar a seguirle. Hizo cuentas de lo que
podía robarle. Para refrescar su memoria, miró hacia la puerta entreabierta. El
cuello le dio un chasquido muy doloroso.
-¿Qué necesita para darme el
masaje?
-Yo traigo el aceite y la crema. No
tengo camilla portátil, porque me la robaron hace un mes. ¿Su cama es dura?
-Normal.
-Entonces, será mejor hacerlo en
una alfombra.
-Hay una grande junto a la entrada,
en el salón. Vamos allá.
Tras dar una ojeada a la estancia,
le masajista dijo:
-Traiga dos toallas grandes para
que la alfombra no se manche con el aceite.
Cuado Javier volvió con las dos
toallas de baño, se detuvo asombrado y receloso porque el joven se había
despojado de la ropa, ahora cubierto sólo por un calzoncillo tipo boxer.
Efectivamente, parecía un bailarín clásico por su musculatura suave y fibrosa,
las fuertes y nervudas piernas carentes de grasa y la cintura exageradamente
fina. Creyó que podía resultar indiscreto; porque a pesar de esforzarse no
podía apartar la mirada de aquella especie de figura de Cellini
-¿Puedo ducharme antes? -le
preguntó el joven, mientras acababa de extender las toallas bajo el sol que
entraba por la ventana. Javier apartó los ojos, ruborizado. No comprendía por
qué se sentía tan azorado.
-Sí. Use un cuarto de baño que
encontrará por ese pasillo, la segunda puerta a la izquierda.
-Ponga música suave, mejor clásica.
Desnúdese y tiéndase boca abajo sobre la toalla mientras vuelvo; estire los
brazos hacia arriba de su cabeza, respire con mucha lentitud y trate de
relajarse. El sol le ayudará a aflojar los músculos.
Javier obedeció. Resultaba curiosa
la autoridad de profesional experto que empleaba el rumano y le divertía
someterse a las órdenes de otro, él que pasaba el día dictando órdenes que
todos acataban sin discusión. Sorprendentemente, el simple hecho de abandonarse
a la dureza del suelo con la caricia del sol en la espalda, atemperó el dolor.
Casi había dejado de necesitar el masaje, estaba sintiéndose más relajado de lo
que recordaba a pesar de haber un extraño en casa. Bueno, tal vez a eso se debía
el relax repentino, el hecho de que hubiera alguien en la casa, fuera quien
fuese. Paulino siempre tenía razón, por mucho que constantemente sintiera la
necesidad de contradecirle, sobre todo porque las preferencias eróticas de su
amigo le inclinaban, a su pesar, hacia esa clase de reserva que la sociedad adoptaba
ante quienes transgreden las normas. No escuchó los pasos de aproximación del rumano;
sintió las manos, que ahuecaban el elástico y tiraban de su calzoncillo, y se
los bajaban, obligándole a alzar un poco las caderas para facilitar la salida
del slip. A continuación, notó que el joven se sentaba a horcajadas sobre sus
muslos, dando comienzo al masaje.
Durante veinte minutos, las manos,
más enérgicas de lo que correspondía a alguien tan estilizado, pellizcaron la
piel de su espalda arriba y abajo, presionaron su cintura, sus omoplatos y sus
hombros y acariciaron una y otra vez su columna vertebral. Inesperadamente,
tales presiones y pellizcos resultaban muy placenteros, aunque todavía temía girar
el cuello para no resentirse de la punzada. Abandonado, notaba todos sus
sentidos pendientes de esas manos, cuya actuación deseaba de repente que no
cesara, por lo que se le desbloqueó la memoria, abatiendo la muralla con que
había confinado aquel recuerdo de treinta años atrás. Paulino había acudido al
vestuario tras el partido de tenis que Javier acababa de ganar; le preguntó si
le dolían las piernas y la cintura; como le respondió que sí, Paulino, que ya
cursaba el primer año de medicina, le ofreció un masaje, que se convirtió a los
pocos minutos en verdaderas caricias y que, ante la incontenible erección de
Javier, pasó a ser un encuentro sexual que escenificaron como un ataque de
locura. Ambos tenían poco más de dieciocho años, por lo que la casi total
abstinencia sexual que la moral de su ambiente familiar les imponía estalló
igual que un géiser. Durante meses, Javier tuvo dificultades para mirar frente
a frente a su amigo. Cuando, poco a poco, la relación de amistad fue
recomponiéndose, Javier se cerró para siempre al recuerdo de lo ocurrido en el
vestuario y Paulino jamás lo mencionó.
Ahora, la rememoración de la
dulzura inquietante de aquel día, sumada a las evoluciones de las manos en su
espalda, había operado el mismo efecto. Tenía una erección, que se reforzó
cuando el rumano le masajeaba los muslos, las pantorrillas y los glúteos, una
erección durísima cuya rigidez llegaba a ser dolorosa, oprimida entre su peso y
la toalla, por lo que cuando el joven le indicó que se diese la vuelta, se
resistió. Le daba vergüenza que viera su estado.
-Date la vuelta -repitió de nuevo
el masajista, que con el tuteo hablaba
español con mayor fluidez.
Como estaba inmóvil y en silencio,
el joven debió de creer que se había dormido, porque, empleando una fuerza
inesperada, le pasó los brazos por el vientre y le forzó a girarse. Sólo en
este momento descubrió Javier que Marian estaba también completamente desnudo.
Cerró los ojos, alarmado porque la mirada se le escapaba hacia los genitales
del joven.
Arrodillado junto a su costado, le
masajeó el cuello y los deltoides, luego el pecho y el vientre, sin dar
importancia al miembro erecto que tenía que apartar constantemente para hacer
su trabajo. Los vaivenes fueron convirtiendo el órgano en un pistón lanzado
hacia el estallido. Por suerte, el masajista dedicaba ahora sus esfuerzos a los
costados, pellizcando la cintura y los dorsales hasta las axilas, y siguió por
los brazos. Javier estaba haciendo esfuerzos mentales a fin de contraer los
músculos de la pelvis para impedir el orgasmo.
-Estás muy tenso otra vez -dijo el
rumano-. ¿Te hago daño?
-No... no. Está bien.
Quería pedirle que por favor
saliera de la habitación, para descargar de una vez, pues le resultaba
insoportable la idea de que ocurriese en su presencia. Mas, después de
traccionar ambos brazos y estirarle los dedos, Marian se sentó a horcajadas de
nuevo sobre sus muslos. Ahora, con los ojos entrecerrados, y al mirar en
dirección a su propio pene para comprobar que manaba líquido preseminal, Javier
se concedió observar el del rumano. También estaba casi erecto, aunque no
erguido; descubrió algo extraño, una protuberancia cerca del glande en el lado
derecho y otra un poco más arriba, en el izquierdo. Por suerte, el pensamiento
de que tales anomalías podían deberse a una enfermedad le produjo mucha alarma;
su órgano comenzó a aflojarse.
Por consiguiente, la reducción de
su tensión mental aminoró la de su cuerpo y de nuevo volvió a sentirse
relajado. Desde su posición de rodillas con ambas piernas abarcando las suyas,
el joven le estaba masajeando de nuevo el cuello y los pectorales, lo que le
obligaba a reclinarse sobre él; cada vez que lo hacía, los penes se rozaban.
Javier no recordaba ninguna sensación parecida, era incapaz de discernir si
sentía repulsión o placer con tales roces, pero ahora comenzó el rumano a
masajearle los pezones con las palmas de las manos extendidas en movimientos
circulares. Oleadas eléctricas circularon como rayos de su pecho a su pubis.
Descendían oleadas violentas desde su pecho a los genitales y desde las
rodillas hacia arriba, concentrándose en el órgano más rígido que jamás había
sentido; acudían oleadas tan intensas de sangre, que temía que el pene
reventara, Volvió la erección y ahora sabía que el problema no tenía solución. Iba
a ocurrir sin remedio cuando el rumano se alzó, sonriente, y lo miró irónico
desde arriba.
-¿Quieres algo más que el masaje?
-preguntó.
-Yo...
-Tendrás que pagarme doce mil.
De repente, una glaciación invadió
sus entrañas.
La comprensión de la frase le
produjo a Javier profundo enojo y decepción. Hasta le pareció sentir algo que
podía parecer dolor moral. Así que se trataba de eso, el chico embozaba la
prostitución con el masaje. Se alzó con expresión adusta y se cubrió con una de
las toallas.
-El masaje ha terminado -dijo.
-Faltaban los pies -murmuró Marian.
-Da igual. Vístete. Hemos
terminado.
El joven estaba desconcertado, la
perplejidad era visible en su expresión. Agachó la cabeza con aire confundido
mientras se vestía, operación durante la cual no consiguió Javier eludir
contemplarle. Sin duda, tenía que haber sido bailarín, no sólo por las
características de sus músculos, sino porque se movía con la elegancia ágil y
alada de un profesional del ballet clásico. Sintió ganas de preguntarle por
ello, pero el enojo prevalecía en su ánimo y se contuvo.
-Toma las cinco mil, más el importe
del taxi de vuelta, más la propina.
Cerró la puerta a sus espaldas sin
decirle adiós.
El resto del fin de semana no salió
de la casa. El paisaje parecía gris desde la ventana, la brisa traía malos
presagios, las nubes conformaban siluetas amenazadoras El dolor del cuello y la espalda era tan
intenso, que se veía obligado a tomar relajantes musculares a cada rato, lo que
le producía un desagradable sopor.
¿Qué había ocurrido, exactamente,
en el suelo del salón bajo el peso del rumano? Los psicólogos hablaban de la
capacidad del cuerpo de generar sentimientos con sólo forzar los gestos; si,
estando enojado, sonreía uno al espejo, el ánimo se podía volver alegre. ¿Había
vivido su cuerpo el efecto reflejo de una erección inducida, independientemente
de quien la provocaba? Debía ser eso. Nunca había tenido motivos para dudar de
su heterosexualidad, ¿por qué habría de dudar ahora?
Su vida de adulto había sido algo
anodina en relación con el sexo, porque la intensidad del trabajo le causaba
desgana con frecuencia. Nunca había pajareado mucho fuera del matrimonio, y
siempre había sido por incitaciones muy evidentes.
Tumbado desganadamente en el sofá,
trató de interesarse por alguna película o las noticias deportivas de la
televisión, pero en ningún momento dejó de recriminarse haber estado tan a
punto de tamaña inconveniencia. No se afeitó durante los dos días, porque sintió
pudor al mirarse en el espejo, y hasta le costó un gran esfuerzo al estar
obligado a rasurarse para ir al despacho.
La mañana del lunes fue muy
ajetreada a causa de los trámites que faltaban para organizar la reunión
definitiva con los brasileños, que habría de celebrarse el jueves siguiente.
Por la tarde, sin embargo, comprobó que el afán con que se había dado a la
tarea por la mañana le había dejado sin asuntos pendientes. Volvía a dolerle el
cuello y acarició el auricular del teléfono varias veces, con el número de
teléfono del rumano en la otra mano.
Recordó lo ocurrido la noche
anterior, cuando a duras penas consiguió dormir y, una vez que lo logró,
despertó poco después a causa del sueño: Tenía dieciocho años, entraba en el
vestuario después de jugar un partido de tenis y Paulino acudía a ofrecerle un
masaje; pero Paulino tenía la apariencia exacta de Marian, que sin esperar su
respuesta se entregaba a las caricias arrebatadoras que les arrastraban a la
locura a los dos. El sentimiento de atracción-repulsión le hizo emerger del
sueño, para notar que la erección volvía a ser tan incontenible como la mañana
del sábado. Hizo lo que no había hecho en mucho tiempo, masturbarse.
Ahora se odiaba por ello. Se alzó
del sillón giratorio y fue al baño privado para echarse agua en la cara. Se
examinó en el espejo. De no ser por la expresión de marido burlado, conservaba
gran parte de su atractivo; no tenía por qué recurrir a la masturbación, todos
los días surgían oportunidades en la propia empresa, posibilidad a la que
siempre se había negado, y también en los lugares de ocio que frecuentaba,
posibilidad ésta que sí se había permitido algunas veces mientras permaneciera
casado con Leticia. ¿Por qué se había masturbado anoche, en vez de,
simplemente, llamar a alguna amiga o, por qué no, a una profesional?
"Joder -pensó-, me duele el
cuello, y si Paulino está en lo cierto, es que de nuevo me domina la tensión.
¿Por qué coño he permitido que volviera aquel recuerdo?"
-Otra vez tengo tortícolis -dijo al
auricular con cierta sensación de desdoblamiento, porque no recordaba haber tomado
la decisión de llamar.
-¿Sólo quieres masaje, nada más?
-preguntó Marian.
-Sí.
-Tu casa está muy lejos. El sábado
podía haber dado dos masajes en el tiempo que gasté en la ida y en la vuelta.
-Está bien. Te pagaré diez mil, más
el taxi.
Abandonó la oficina para dirigirse
apresuradamente al chalé.
Esperó anhelante la llegada del
taxi. Como la noche se había cerrado ya, el taxista debía de tener mayores
dificultades para encontrar la dirección, esa sería la razón del retraso. No,
aún no marcaba el reloj la hora acordada. ¿Qué le pasaba, por qué esa
impaciencia? Al fin y al cabo, se trataba de un simple prostituto, un ser
despreciable dispuesto a venderse a cualquiera.
Mas, cuando vio detenerse el coche,
salió con premura a pagar.
El rumano le sonrió muy
afectuosamente, con una alegría que Javier halló fuera de lugar. Se repitió la
escena del sábado sobre la alfombra del salón, aunque, como no entraba sol por
la ventana, Marian le pidió que pusiera una lámpara de infrarrojos cerca de la
toalla. Cuando, aliviado el dolor del cuello, llegó la erección, Javier no hizo
ningún esfuerzo y permitió que el orgasmo se produjera. Tras ello, Marian se
alzó sonriente, contemplándole desde arriba.
-¿Qué son esos bultos que tiene
tu... órgano?
-¿Esto? -preguntó Marian mientras
señalaba las dos protuberancias-. Muchos rumanos lo hacen también.
-¿Hacer qué?
-Es una operación muy sencilla. Nos
metemos bolitas de vidrio, para que las mujeres gocen más.
Javier cerró los ojos,
escandalizado. Ahora se sentía sucio, culpable. Se puso de pie, anudándose la
toalla a la cintura. Sacó tres billetes de cinco mil de la cartera y fue a
entregárselos.
-¿Tienes prisa porque me vaya?
Javier detuvo el gesto, asombrado.
En realidad, no tenía prisa.
-¿No es tarde para ti?
-Es demasiado tarde para salir a
buscar un taxi.
-Lo llamaré por teléfono.
-¿Te importaría...
-¿Qué?
-¿Puedo dormir aquí?
Durante un instante, pasó un ciclón
de recelo, temores y desconfianzas por la imaginación de Javier. Por otro lado,
notaba que el hecho de que hubiera alguien en la casa le relajaba. ¿Qué podía
perder?
-¿Tendré que pagarte más?
-Si tú...
-¿Qué?
-No. No tendrías que pagarme más.
Hasta puedes ahorrarte el dinero del taxi si por la mañana me llevas con tu
coche hasta una estación de metro, cuando vayas a tu oficina.
-¿Has cenado?
-¿Quiere eso decir que puedo
quedarme?
-Sí.
Marian sonrió de un modo que
extrañó a Javier.
Calentó en el microondas la comida
que la asistenta le había dejado precocinada; preparó una ensalada y, cuando
iba a aliñarla, Marian detuvo su mano.
-Deja que lo haga yo.
El rumano cogió varios frascos del
estante de las especias, mezcló distintas dosis de cada uno, añadió aceite y
zumo de limón, rociando a continuación las hortalizas. Cuando Javier se llevó
un trozo de lechuga a la boca, le pareció que algo mágico cosquilleaba su
paladar.
-Está deliciosa.
Marián volvió a sonreír del mismo
modo indescifrable.
En el momento de acostarse, Marian
rehusó hacerlo en el dormitorio que Javier le ofreció.
-Deja que duerma contigo, por
favor.
Resultaba desasosegante encontrarse
con otra persona en la habitación, como si Leticia hubiera dejado instalada una
cámara de vídeo para vigilarle. Y mucho más extraño que esa persona fuese un
hombre. Viéndolo desnudarse, de nuevo pensó en la elegante levedad de un
danzarín.
-¿Has sido bailarín?
-Algo parecido. ¿Te apetece follar?
-En este momento, no.
-Mejor. Tengo sueño. Vamos a
dormir, anda -dijo Marian palmeando la sábana en el lugar que Javier debía
ocupar.
En cuanto Javier obedeció, Marian
se enroscó a su cuerpo como si fuera un niño en busca de protección. Se quedó
dormido al instante.
A Javier le costó dormir por la
falta de costumbre de sentir otro cuerpo abrazado al suyo, ya que a los dos
meses de abandono de Leticia había que sumar los remilgos que su mujer había
mantenido los últimos años; sin embargo, se sentía relajado a pesar del estado
de estupor. Estupor que se debía no tanto a lo que le estaba pasando, sino al
sorprendente hecho de no sentir remordimientos. Despertó en algún momento, pero
prefirió creer que era un sueño; estaban practicando sexo y la gloria que
recorrió sólo podía recorrerse en los sueños. Lo mecía una nube de color
azafrán, mientras brillaban rayos que se introducían en su vientre y una
especie de taladradora abría un túnel en sus entrañas, a cuyo final refulgía
una luz poderosa. Entre estremecimientos, consideró que el surtidor blanco
había sido lo más generoso que había producido en toda su existencia, como un
manantial de espuma en lo alto de una montaña de diamantes. El surtidor se
convirtió en una cascada que no acababa, y los temblores de todo su cuerpo se
prolongaron en lo que parecía una eternidad. Una vez que despertó de veras, con
el sol entrando a raudales por la ventana, Marian no estaba en la cama.
"Ya está -se dijo-. Quiso
quedarse para robar lo que pudiera. Bueno, qué más da. Sea lo que sea lo que se
ha llevado, será poco en relación con lo que he sentido esta noche. No tiene
importancia".
Mientras se duchaba, escuchó lo que
parecía una voz que le llamaba desde abajo. Creyó que tenía alucinaciones,
porque había sentido por un momento que no habían pasado dos meses desde la huida
de Leticia y que, como siempre que se duchaba, sonaban las voces de los niños
en el jardín. Mas, en el momento de secarse tras cesar el ruido del agua,
volvió a oír la llamada.
-¡Javier! El desayuno está
preparado.
Sintió un salto del corazón. Marian
no se había ido. Bajó presuroso, para encontrar una mesa preparada con el
desayuno mejor dispuesto que jamás hubiera visto en el oficce de su casa. Marian
le sonreía con la complicidad sabia de un amante antiguo
Hizo el trayecto de vuelta al
centro de Madrid canturreando. Llegados a la estación de metro que Marian le
había indicado, éste le preguntó:
-¿Volveré a verte?
-Yo... creo que sí.
La necesidad retornó esa misma
tarde. Habían surgido pegas con los contratos que tenía que hacer firmar a los
brasileños porque los abogados de la otra parte trataban de anudar más de lo
cuenta, de modo que la tensión volvió a acumulársele en los deltoides. De nuevo
tortícolis. A última hora, marcó el número de la pensión de Marian.
-El rumano ya no vive aquí -dijo de
modo agrio la hospedera.
Colgó el teléfono en estado de
incomprensión alucinada.
Toda la semana trascurrió con el
mismo desdoblamiento; por un lado, el ejecutivo firme y agresivo que iniciaba
el desarrollo internacional de su empresa para conquistar la más importante de
sus metas; por el otro, el muchacho de dieciocho años al que habían dejado
anhelante de más caricias en el vestuario de una cancha de tenis. ¿A qué podía
deberse la desaparición de Marian? Curiosamente, lo que sentía no era deseo de
sexo, sino añoranza del efecto que la presencia del rumano en su casa había
causado a su ánimo.
El sábado, amaneció con tortícolis
agravada. Todavía extrañado por el desvanecimiento de Marian, inició la
búsqueda en el periódico de otro masajista. Ninguno le inspiraba confianza; en realidad,
la nostalgia le impedía decidirse. Se preguntaba qué hacer, cuando sonó el
teléfono:
-¿Javier?
Un galope del corazón. Era la voz
de Marian.
-Te llamé el martes y te habías
marchado. ¿Qué has hecho todos estos días?
-Estoy en la cárcel.
Javier calló durante un largo
minuto.
-¿Javier, estás ahí?
-Sí.
-Yo no he hecho nada, Javier. Es un
error. Necesito que vengas a verme mañana.
-Creo... eso es imposible, Marian,
-¡Por favor!
-Me lo pensaré.
-Dime tu nombre completo y el
número de carné, para que pueda dárselo al funcionario. Mi nombre verdadero es
Viorel Mirika, no preguntes por Marian.
Javier le dictó los datos que le
había pedido.
-Voy a estar muy nervioso hasta que
vengas mañana -comentó Marian-. Esto es muy malo, malo.
-No puedo prometerte que vaya.
Yo... ¡esto me parece tan raro!
Le costó tres horas localizar a su
abogado. Le explicó el caso eludiendo entrar en detalles, aunque tenía
consciencia de que el magistrado podía sacar las conclusiones correctas.
-Veo difícil poder averiguarlo hoy,
Javi, pero lo voy a intentar.
Le llamó a las cuatro y media de la
tarde.
-Está acusado de robo, Javi. Es un
pájaro de cuidado. Dos amigos suyos se ligaron a un... a un viejo mariquita en la Puerta del Sol; mientras,
este Viorel y otro les vigilaban, porque los cuatro estaban compinchados.
Viorel y el otro amigo siguieron al viejo y los otros dos en un taxi. El resto,
te lo puedes imaginar. Irrumpieron en el piso, amarraron al pobre hombre y lo
desvalijaron. Ya sabes, televisor, equipo de música, objetos de decoración,
talonarios de cheque, tarjetas de crédito y dinero. Total, unos dos millones de
peseta. Le va a caer una buena.
-¿Cuándo ocurrió todo eso?
-Lo detuvieron el martes por la
mañana.
-Pero ¿cuándo fue el robo?
-La noche del lunes.
Javier oyó el dato con alegría.
-No puede ser, esa noche...
-¿Qué tratas de decir?
-Esa noche la pasó en mi casa. Él
no participó en ese robo.
-Escucha, Javi, no te metas en
complicaciones. Tendrías que ir a declarar a favor de un delincuente que,
además, es un inmigrante ilegal.
-¿Es indispensable? ¿No hay otro
medio de sacarlo de allí?
-Supongo que lo dejarían libre
pagando una fiaza, pero eso no le libraría del juicio.
-¿Cuándo se puede resolver?
-Habrá que esperar al lunes, Javi.
Estamos en pleno fin de semana.
-Ocúpate de ello y me avisas el
lunes a la oficina.
El domingo, a mediodía, la
impaciencia ineludible le obligó a guardar turno en una cola compuesta por
familiares de presos, gente que en su mayoría tenía aspecto marginal y que
miraban con extrañeza su camisa de seda natural de Armani, el pantalón de
Calvin Klein, los zapatos de Lotus y el Rolex de oro. A través del cristal de
la cabina, vio acercarse a Marian con la cabeza gacha, pero con una alegría
inmensa en los ojos.
-Yo no he hecho nada, Javier. Es un
error.
-Ya lo sé. ¿Por qué te relaciona la
policía con ellos, Marian, por qué tienes esa clase de amigos?
-Soy rumano. Mis amigos son rumanos,
que no imaginas lo mal que lo están pasando; tienen que comer. Ninguno es gente
mala, pero de algo tienen que comer.
-¿Robando?
-Cada uno hace lo que puede. A mí
no me gusta robar.
-¿Por qué viniste a España?
-Por lo que vienen todos mis
paisanos, a buscar trabajo.
-¿Y tu familia?
-No tengo.
-¿Cómo es eso?
-Mi madre murió cuando yo tenía
diez años. Mi padre está casado con otra y yo no le intereso. Nunca le
interesé.
-¿Cómo has vivido?
-¿Recuerdas lo a gusto que estaba
el lunes abrazado a ti en la cama? Me sentía como si estuviera con mi padre;
Javier, tú eras mi padre el lunes. A los once años, cuando llevaba un año
entero durmiendo en las calles de Bucarest, me recogió un hombre, un bailarín
muy famoso de mi país, que fue mi padre desde entonces. Él cuidó de mí hasta
los veinte años, aunque no consiguió que fuese bailarín como él, porque yo no
valgo para eso; él fue quien quiso que me pusiera las bolitas de vidrio en el
pene, porque... él... bueno, me da vergüenza. Murió hace cuatro años, Javier, y
desde entonces todo me salió mal. Llevo cuatro años dando saltos de un lado a
otro, hablo alemán, francés, inglés, turco, griego, italiano y portugués y
¿crees que me sirve para algo? Pura mierda. Todo es una mierda. Ya sabes cómo
tengo que ganarme la vida.
-¿De verdad hablas todos esos
idiomas?
-Sí.
-¿Igual de bien que hablas el
español?
-Sí
-¿Qué harías si consigo sacarte de
aquí?
-Tengo que encontrar trabajo. Lo
del anuncio del periódico es una porquería, me cuesta más de lo que gano con
una o dos llamadas que me hacen a la semana. Necesito un contrato para ver si
me dan el permiso. ¿Tú...?; perdona, no quiero molestarte. Bastante te he
molestado ya.
-Termina lo que ibas a preguntar.
-Tu jardín no está bien cuidado.
Contrátame aunque no me pagues nada, sólo por la comida y la cama; te llevarías
una sorpresa con lo que puedo hacer en tu jardín.
La expansión internacional de la
empresa de Javier se había acelerado durante los dos últimos años.
Sorprendentemente, entre las diferentes iniciativas inversoras, el negocio que
mejor estaba funcionando, el que se había convertido en la punta de lanza de la
financiera y en su mejor baza, era el de paisajismo y jardinería.
-Le llama don Viorel por la línea
dos -le dijo la secretaria.
Pulsó la tecla.
-¿Marian?
-¿Dónde estuviste ayer toda la
tarde? No conseguí hablar contigo en ninguna de las cuatro llamadas que hice.
Javier sonrió. No había manera de
que Marian desistiera de los celos.
-Tuve dos reuniones fuera de la
oficina. ¿Cómo va eso?
-Terminando. Tres días más, y estará
listo el jardín del hotel de Estambul. Pero queda el otro hotel, el de Esmirna.
-Diles que esperen un poco y vente
un par de días a Madrid.
-¿Estás seguro, Javi?
-De lo único que estoy seguro es de
que tres semanas sin verte es suficiente. Yo no puedo viajar a Turquía en estos
momentos, así que vente el fin de semana, por lo menos.
-Llegaré el viernes. Espérame en el
aeropuerto.
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